Juan-Manuel-de-Prada

JUAN MANUEL DE PRADA.

En un ataque de puritanismo en verdad hilarante, el progrerío ha montado una zapatiesta, tras descubrir que el actual presidente del llamado Tribunal Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos, pagó cuotas de afiliación al Partido Popular, incluso cuando ya era «magistrado» del mismo. El puritanismo siempre actúa de la misma manera: refuerza imaginariamente las prohibiciones de la ley, o se inventa directamente prohibiciones que nunca existieron, para después poder conculcar más desembarazadamente las prohibiciones originarias. Esto es lo que hizo Eva en el Edén: cuando la serpiente le preguntó la razón por la que no comía del fruto del árbol prohibido, la muy hipócrita afirmó que Dios le había prohibido comer de dicho árbol, y hasta tocarlo; la primera prohibición era real, la segunda ficticia, pero el caso es que Eva acabó conculcando ambas. A los miembros del llamado Tribunal Constitucional la ley les prohíbe desempeñar funciones directivas en los partidos políticos, no estar afiliados a ellos; y si el progrerío ha montado una zapatiesta por una prohibición ficticia es porque anhela secretamente conculcar la prohibición real.

Este ataque de puritanismo delirante alcanza cúspides de cinismo cuando reparamos en la naturaleza del llamado Tribunal Constitucional, que no es otra sino la de un órgano político cuyos «magistrados» son elegidos directamente por los partidos políticos. En realidad, el llamado Tribunal Constitucional es la prueba más flagrante de que nuestra democracia no es tal, sino un «Estado de partidos» (vulgo partitocracia) en el que no existe separación de poderes en origen ni se respeta el principio de unidad jurisdiccional (a pesar de que la Constitución lo consagre). Todo impulso de «regeneración democrática» no meramente retórico debería comenzar con la supresión del llamado Tribunal Constitucional, que fue creado con el único propósito de legitimar las trapisondas del poder político (y no, como piensan los ingenuos, para asegurar su control). Si en España existieran verdadera separación de poderes y unidad de jurisdicción, la inconstitucionalidad de las leyes, actos administrativos y sentencias podría decretarla cualquier tribunal, por humilde que fuera; y sería una sala especial del Tribunal Supremo la que dictaminaría en última instancia sobre tal inconstitucionalidad, estableciendo jurisprudencia. Claro que para que los tribunales no estuviesen infectados, en una verdadera democracia habría que empezar por prohibir el asociacionismo de los jueces, gangrena repulsiva que no ha hecho sino favorecer la infiltración del poder político en la magistratura.

El llamado Tribunal Constitucional, en fin, no es sino un órgano político al margen de la jurisdicción ordinaria, que se renueva según los intereses «consensuados» de los partidos políticos. Es, por su propia naturaleza, un tribunal de opereta, constituido para someter las resoluciones de la jurisdicción ordinaria al poder político y garantizar la aplicación de leyes inicuas o de mera conveniencia coyuntural impulsadas por dicho poder mediante el enjuague de su «concordancia» con la Constitución. ¡Y esto ocurre en un país donde todas, absolutamente todas las leyes emanadas de las Cortes son inconstitucionales (por conculcar la prohibición del mandato imperativo), al igual que lo son todas, absolutamente todas, las sentencias del llamado Tribunal Constitucional, por infringir el principio de unidad jurisdiccional!

Entretanto, los ingenuos podrán entretenerse con zapatiestas puritanas.

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