PATRICIA SVERLO.
A comienzos de marzo, como si ya fuese un hecho, se celebró en Madrid la reunión cumbre eurocomunista, que contó con la presencia de Enrico Berlinguer, el secretario general del PC italiano, y George Marchais, su homólogo francés. En Semana Santa, a primeros de abril, Suárez se reunió con Gutiérrez Mellado y con Alfonso Osorio, los dos vicepresidentes de su Gobierno; con Landelino Lavilla, ministro de Justicia, y con el de Interior, Rodolfo Martín Villa. Les dijo que era necesario encontrar a la mayor brevedad posible un apoyo jurídico para justificar a los ojos del país –y sobre todo de los militares– la legalización del Partido Comunista. El 9 de abril el fiscal general del Reino constató que nada probaba el carácter ilícito del partido de Carrillo. Y el sábado siguiente –Sábado Santo– la prensa informó a los españoles de que el PCE acababa de ser legalizado. La noticia cogió por sorpresa a los menos iniciados en la tramoya política que se cocía. Rápidamente, se organizó una reunión en La Zarzuela, con el rey, Suárez, Mondéjar y Armada. Fue otra discusión entre Armada y el presidente de las que hacen época, con el general gritando que había puesto en peligro la Corona. Pero Suárez ganó. Lo había hecho y los tanques no habían salido a la calle. En cambio, Armada recibió un mensaje claro, a través de Mondéjar, de que tenía que ir pensando en abandonar La Zarzuela. Pero pasaron varios meses antes de que esto sucediera. La mayoría de los ministros, de vacaciones de Semana Santa, se enteraron por la radio de que el PCE ya era legal. El de Marina, almirante Pita de Veiga, presentó la dimisión inmediatamente; y cuatro más amenazaron con hacerlo, aunque al final desistieron “por lealtad a la Corona“. El martes 12 de abril se reunió el Consejo Superior del Ejército y difundió un comunicado público en el que expresaba la repulsa general que había causado en todos los cuarteles, aun cuando admitían disciplinadamente la legalización como un hecho consumado. Aparte de esto, redactaron un escrito más extenso y diferente en el que, al parecer, iban más allá, con ataques a Suárez y a Gutiérrez Mellado, y se lo enviaron al rey. Y eso fue todo. No hubo nada más. Con el tiempo, los militares se calmaron, sobre todo cuando vieron el pésimo resultado que el PCE obtenía en las primeras elecciones generales, en las que sólo tuvieron un 9% de los votos, gracias a la tarea de destrucción llevada a cabo implacablemente por Santiago Carrillo de los principios que el PCE había mantenido vivos durante todo el franquismo. En 1977, Carrillo ya asistía a las recepciones oficiales del monarca como si 94 nada y presumía además, de que los camareros de Comisiones Obreras le reservaban los mejores canapés. El rey y “Don Santiago” (como Juan Carlos le llamaba afectuosamente, incumpliendo excepcionalmente la borbónica costumbre de tratar de tú a todo el mundo) se acabaron haciendo amigos. “Tendría usted que rebautizar a su partido y llamarlo Real Partido Comunista de España“, le dijo un día el monarca. “A nadie le extrañaría“. Carrillo le reía las gracias al rey como cualquier otro personaje palaciego.
Ni qué decir tiene que los partidos nacionalistas de derechas también obtuvieron la legalización sin problemas, a tiempo para las elecciones, tan pronto como hubieron aceptado las condiciones que les imponía la Transición. Una de las primeras iniciativas en este sentido (aparte de las conversaciones secretas con Jordi Pujol y los nacionalistas vascos, ya antes de la muerte del dictador) fue hacer venir a Josep Tarradellas de su exilio en Saint- Martin-le-Beau. Un avión fue a buscarlo a París y el 28 de junio Juan Carlos le recibió en la Zarzuela. El republicano y el rey se entendieron a las mil maravillas. “A mí lo que me gustaba de él“, dice el monarca, “era la distancia que sabía tomar con los problemas a los que no veía solución… En eso Tarradellas se parecía a Franco“. Cuando ya cogía el avión que lo traería a Barcelona, Tarradellas le preguntó al representante del Gobierno que le acompañaba si tenía alguna garantía de que no lo fusilarían como a su predecesor en la Generalitat de Cataluña. “Tiene la garantía personal de don Adolfo Suárez, señor presidente“, le contestaron. “En el fondo“, comentaría Tarradellas, “la única garantía que quiero es la de que me eviten hacer el ridículo“. Hay discrepancia de opiniones sobre si lo consiguió o no.
Otro éxito político importante de esta etapa de Suárez fue la abdicación de Don Juan, el padre del rey. También fue el presidente quien asumió esta responsabilidad en nombre del monarca. Todos, incluyendo al mismo Don Juan, le atribuyeron el hecho de haber impedido que la ceremonia se hiciera en el Palacio Real, como quería el conde, con la solemnidad que merecía el hecho de renunciar a los derechos dinásticos de Alfonso XIII. Se celebró en la Zarzuela, casi en la intimidad, el 14 de mayo de 1977, un mes antes de las elecciones generales. Don Juan leyó un breve discurso y, al acabar, se cuadró delante de su hijo e inclinó la cabeza “¡Majestad, por España, todo por España, viva España, viva el rey!” Pero, hasta el final de su vida, nunca tuvo una relación cordial con Juan Carlos.