GABRIEL ALBIAC.
La metáfora más cruda del político contemporáneo: aquel que lleva al desastre a los otros
Hace hoy con exactitud ciento cuarenta y dos años, se abrían los fusilamientos que siguieron al fin de la Comuna de París. Como sucede siempre que anda por medio la muerte en combate y la horrible carnicería, sobre todo, que sigue siempre a los fines de combate, las cifras son inseguras. La que las fija entre quince y veinte mil ejecutados por grupos y mediante ametralladora, según narra un Edmond de Goncourt que dice, con angustia, su alivio al escuchar finalmente los tiros de gracia, es la más sobria. Como es la reflexión más generosa la que dejará caer Victor Hugo: «Si un vencido de París, si un hombre de la congregación llamada Comuna, que en París fue elegida por tan pocos y que, en lo que a mí concierne, jamás aprobé, si uno de esos hombres, aunque fuera mi enemigo personal, sobre todo si es mi enemigo personal, llama a mi puerta, yo le abriré. Y estará en mi casa. Y será inviolable». El 28 de mayo de 1871 cerró una fulgurante tempestad de sangre y fuego. Ahora es historia. Como fue tragedia.
Hace cuarenta años, la manifestación de cada 28 de mayo atravesaba todavía el melancólico paisaje del cementerio del Père Lachaise, en el cual dormita su eternidad buena parte de la historia de Francia, hasta llegar al muro frente al cual las ametralladoras ejecutaron en serie durante varios días. Allí estaban, un siglo después, los mismos himnos y las mismas banderas: la epopeya que se sueña vencedora del tiempo. No hay nada ahora. Y la historia comienza.
Yo solía aprovechar aquella marcha solemne para rendir una más íntima visita a la tumba del lisérgico Jim Morrison, que está allí al lado desde el verano de 1971. Sobre ella, por aquellos años, no era inhabitual ver alguna ritual hoja de cánnabis, homenaje ingenuo al más grande de los rockeros californianos del final de los sesenta. Supongo que ese lírico rincón del Père Lachaise debe andar hoy tan solitario como el épico «muro de los federados». Todo pasa. Sin excepción, épica y lírica acaban por fundirse en elegía. Nada queda. En la sigilosa monotonía del tiempo, van posándose cenizas. No voy a preguntar qué vive en ellas. Sé, como todo el que vivió lo sabe, que no hay nada que viva en la memoria. La cual es tan presente San Agustín dio a eso fórmula exactísima como todo. Nada es que no sea presente. El tiempo no almacena en misteriosos desvanes. Borra, el tiempo. Sin dejar huella. Nuestra presente memoria inventa a cada instante su pasado. Y, al inventarlo, hace nacer un nuevo mundo, que nunca existió antes.
Fuera del tiempo, arrebatada al decurso de horas y de días en una fulguración de eternidad cegadora, queda la imagen legendaria del insurrecto de aquella primavera de va ya para un siglo y medio. Jules Vallès la cristaliza en el desesperado testimonio del dirigente político, al cual quienes por él van a morir piden munición y estrategia: «¿Dónde están las órdenes? ¿Cuál es el plan?», gritan en torno suyo. Y el inconsciente dirigente sabe, ante esos a los cuales condujo a un callejón sin salida, que no hay munición. Ni planes. Ni consignas. Que, al final del callejón, sólo hay ametralladoras y muro. Y Vallès da, en esas páginas negrísimas, la metáfora más cruda del político contemporáneo: aquel que lleva al desastre a los otros. Y Vallès narra «la inundación humana» que arrastra cuerpo y arma del insurrecto, «como una migaja de carne, como una limadura de hierro, sin un grito, sin un gesto siquiera que desgarre el aire».
Va para siglo y medio, ahora. Y empieza a ser historia: mito.