ARTURO HUESCA
Es evidente que el ordenamiento jurídico español actual no existía en 1978. Resulta del devenir vital de la sociedad en el marco de un sistema político inédito, plasmado en la primera piedra del nuevo ordenamiento jurídico inaugurado hace 37 años, la Constitución de 1978 (CE78). Esta piedra, formalmente diseñada para ser la “clave de bóveda” del nuevo sistema, ha resultado ser un peñasco, un farallón rocoso, agrietado y ajado por el tiempo, que amenaza desprendimientos inminentes. Normalmente, al pie del farallón se origina lo que los geólogos llaman “canchal”, también denominado “caos de bolas” o “berrocal”, es decir, una formación geológica, más o menos caótica, de piedras que han rodado desde ese farallón ladera abajo, debido a procesos coluviales y erosivos.
A día de hoy ningún español mínimamente informado puede mirar la Constitución vigente desde la perspectiva que usa la clase política y los propagandistas del régimen. No es el objeto de estas líneas analizar e interpretar la cronología del despropósito que destiló semejante texto; la forma de imponerla de arriba abajo, de debatirla en el seno de unas Cortes constituyentes no elegidas para tal menester, etc. Cualquier ciudadano ve que alumbrar una Constitución así, únicamente inaugura un periodo de oscuridad para la libertad y el sano desenvolvimiento de la sociedad que lo ha permitido. Han transcurrido 38 años desde que las oligarquías del franquismo blanquearon cuatro décadas de despotismo en un pacto con los jefes de los partidos. Estos, obnubilados con el poder del Estado y espoleados por las posibilidades del futuro, sacrificaron cualquier principio y abrazaron el consenso que homologó al franquismo con las oligarquías europeas. La CE78 inauguró el Estado de Partidos en España.
Un Estado de partidos es el sistema político que obtiene su legitimidad ante la ciudadanía interponiendo partidos políticos entre el Estado y el ciudadano. Carece de representación democrática y de separación de poderes. De hecho, la CE78 no separa poderes, sino que crea una pluralidad de órganos constitucionales totalmente colonizados por los partidos políticos en proporción resultante del escrutinio de las listas de partidos obtenidas por cada partido en elecciones periódicas. Normalmente en un sistema democrático existe una relación representante-representado, basada en la lealtad y el mandato, entre el diputado de distrito en Cortes y el ciudadano del distrito. Sin embargo, el Estado de partidos carece de ese tipo de relación y emplea una interfaz para interactuar con el ciudadano que simula la existencia de democracia. La expresión “como si” describiría esta circunstancia. El diputado de listas de partido se comporta “como si” representase a la provincia en la que figuró de candidato de lista; se sienta en un escaño del Congreso de los Diputados “como si” de un padre de la patria se tratara; en las Cortes se respira una épica “como sí” la soberanía del pueblo español residiera allí, etc. Sin embargo, una interfaz es solo eso: una simulación que hace posible una interacción entre el sistema Estado y el sistema sociedad. Aunque virtualice un modo de comportarse democrático, es un trampantojo de su propia naturaleza oligárquica y antidemocrática y como tal actúa. El trampantojo necesita credibilidad, mantener la ficción del “como si”, actualizar la interfaz a la última versión del software disponible. Una forma de lograrlo es mediante el “uso simbólico de la política”, que los agentes del Estado de partidos practican con fruición. No obstante, en paralelo, conviene destacar que lo contrario del “uso simbólico” es justamente atender con diligencia las cuestiones que son verdaderamente mollares para la oligarquía (todo aquello que ocupa y preocupa realmente). El grueso de las energías del Estado de partidos se dedica a defender los intereses oligopólicos de la propia clase política y de sus ramificaciones en sectores regulados de la economía, sobre todo, pero no exclusivamente. El gobierno se aplica en sintetizar una política que, más o menos descaradamente, beneficie a la clase política, sus acólitos y los directivos de la economía regulada. Seguidamente, el régimen se dedica a satisfacer, desde su propia interpretación filtrada por los partidos, las necesidades, reales o no, de los españoles. La CE78 ha tenido la virtualidad de crear un ecosistema político-institucional cuya situación de equilibrio es la proliferación exponencial del número de leyes y regulaciones. Los gobiernos centrales y autonómicos, haciendo uso de su potestad reglamentaria, se afanan de modo desconcentrado y descentralizado, en engordar el ordenamiento jurídico con un aluvión (o berrocal) de normas, regulando cualquier situación que, aunque sutilmente desviada, a alguien le parece que hay que reconducir. Esta escalada regulativa, a la que hay que unir el aguacero torrencial de leyes autonómicas de 17 microestados, no suele resolver los problemas reales de la sociedad, pero sí justifica un supuesto trabajo realizado por cientos de miles de cargos electos y “enchufados” (casi medio millón de funcionarios eventuales o de confianza). En una primera derivada, la excesiva regulación desanima al ciudadano, que es aplastado por las cargas administrativas que le suponen; además sobrecarga a las Administraciones Públicas (AAPP) y hace cundir el desánimo entre los miembros de los Cuerpos de funcionarios de la Administración General del Estado, totalmente desaprovechados, debido a la futilidad de la política que deben ayudar a implementar. En una segunda derivada, endeuda masivamente al Estado y genera corrupción rampante.
Dado que las causas son estructurales y no se atisba un cambio de reglas en el horizonte, el sistema del “uso simbólico de la política” funciona en un bucle retroalimentado negativamente, como describe la teoría de sistemas. Así hasta el infinito. El Estado de partidos tiene todos los incentivos para continuar usando simbólicamente la política. Por un lado, obtiene credibilidad porque atiende virtualmente cualquier situación y esto le es reconocido por una ciudadanía desinformada y empobrecida. Por otra parte, engorda nuestro particular spoil system ibérico, creando nuevas estructuras administrativas donde mantener estabulada a los amigos del régimen, amén de repartir fortunas con la corrupción.
Para cambiar un sistema la medida más poderosa es intervenir en sus reglas. Nada de sustituir a personas por otras teóricamente más honestas; nada de incrementar los stocks de recursos materiales, ni alterar los flujos de información. La bala de plata que acaba con este monstruo, con este problema, es la democracia representativa con voto uninominal mayoritario en distrito pequeño y la separación de poderes en origen.