JUAN RAMÓN RALLO.
Conforme va resultando cada vez más improbable que las Administraciones Públicas españolas cumplan con su objetivo de déficit de 2012, Cristóbal Montoro, responsable último de esa fallida política de sangrado fiscal dirigida a mantener una estructura estatal hipertrofiada, trata de quitarle hierro al asunto: nada mágico hay en la prometida cifra del 6,3% del PIB, pues lo importante es el esfuerzo asumido –por los españoles, entiéndase, no por los dispendiosos políticos que padecemos– para tratar de reducir el déficit.
Y, ciertamente, el guarismo del 6,3% no tiene nada de mágico. De hecho, el compromiso inicial de este incompetente a la par que carroñero Ejecutivo antiliberal era alcanzar un déficit del 4,5% del PIB. Luego, Rajoy elevó unilateralmente la cifra hasta el 5,8% (calificándolo con soberana bravuconería de “acto de soberanía”) para a las pocas semanas rectificar con soberana falta de soberanía y “pactar” con Bruselas el 5,3%; cifra que la propia Comisión tuvo que revisar nuevamente al alza, hasta situarla en el actual objetivo del 6,3% ante la flagrante incapacidad política y económica de un Gobierno que sólo tirar de aquella palanca de autodestrucción a la que debería tener prohibido recurrir: las subidas de impuestos.
Por tanto, bien mirado en menos de doce meses hemos cambiado hasta en tres ocasiones de objetivo de déficit. ¿Qué más dará otra más? Si no es el 6,3%, lo mismo vale algo así como el 7% (que, si contamos con el coste del rescate a la banca imputable a este ejercicio, se irá por encima del 8%). A estas alturas de la película, tras un primer deplorable año del zapateante Rajoy, nadie debería sorprenderse de que semejantes razonamientos pueblen la cabeza de un Gabinete obcecado con maximizar las colocaciones de deuda y las subidas de impuestos para minimizar el pinchazo de la burbuja del sector público.
Incumplir la palabra dada
Si nuestros mandatarios se preocuparan de algo más que de mantener o ampliar sus parcelas de poder y de gasto, acaso cayeran en la cuenta de que, tras haber suscrito el compromiso del déficit de 2012 en el 6,3% del PIB y de haber –supuestamente– dirigido todos sus esfuerzos a conseguirlo, el cerrar en cotas del 7% es algo peor que un fracaso: es un radical incumplimiento de la palabra dada.
Peccata minuta, dirán los trileros mayores del Reino de la picaresca, ¿qué enjundia puede tener la palabra dada? Pues, cuando se trata de recibir crédito, absolutamente toda: la oferta de crédito en una economía no viene limitada por la cantidad de dinero en circulación (de hecho, los bancos no nos prestan dinero, sino sus deudas, las cuales los agentes económicos, precisamente porque les otorgan credibilidad a las mismas, las utilizan como medios de pago), sino por la credibilidad que transmiten las familias, las empresas y los gobiernos de que serán capaces de devolver el crédito recibido a través de su producción de nueva riqueza en el futuro. Socavar el valor de la palabra dada, el valor de honrar los compromisos adquiridos, no es un problemilla menor para aquel cuya supervivencia depende de seguir recibiendo crédito: es un torpedo directo contra el madero que lo mantiene a flote. Si la recepción de crédito depende de nuestra credibilidad, huelga explicar por qué la segunda es esencial si no queremos tener serias dificultades en mantener lo primero.
En pocas palabras, la mayúscula irresponsabilidad de este Gobierno consistente en negarse a cumplir sus promesas equivale a trasladarles un mensaje muy claro a los inversores internacionales: “nuestro déficit está fuera de control; aunque nos habíamos comprometido a mantenerlo por debajo del 6,3% y aunque mes tras mes estuvimos repitiendo que sin lugar a dudas lo íbamos a alcanzar, al final nos ha sido imposible lograrlo, esto es, se nos ha ido de madre y, por muy fuerte que fuera nuestra promesa hacia ustedes, no hemos podido o no nos ha dado la gana de hacer lo suficiente para honrarla”.
Un déficit fuera de control
Tampoco hay que exagerar, pensarán algunos. Es sencillo: imaginen que este mismo debate se plantea a la hora de decidir si el Gobierno hace default o adopta hasta la última de las medidas necesarias para evitarlo. Repagar su deuda es la última y la más esencial de las promesas emitidas por este país: ¿qué nos lleva a pensar que el mismo Ejecutivo que o no puede o no quiere llegar al 6,3% de déficit sí tomaría, en cambio, las riendas para evitar la bancarrota del país? Nada: primero, porque si no puede lo menos, es dudoso que pueda lo más; segundo, y fundamental, porque ya estamos en esa situación límite cercana a la bancarrota… ¡y no las está tomando ni siquiera para alcanzar un altísimo déficit del 6,3% del PIB! (buen momento para recordar que este éste será el cuarto año de déficits públicos elevadísimos y que desde 2009 el sector público español ya ha pedido prestado a “los mercados” el modesto monto de 400.000 millones de euros). Queda claro, pues, que si España termina repagando su deuda no será gracias a la diligencia del Gobierno, sino a pesar de su deteriorada gestión, esto es, gracias al dinamismo de un sector empresarial ahora mismo muy debilitado y que los del PP sólo se han dedicado a machacar inclementemente: nuestros acreedores no pueden confiar en nuestros actuales mandatarios y ésa es una perspectiva simplemente devastadora.
La irrelevante expulsión del mercado
Luego algunos atribuirán a conspiraciones intergalácticas el que Alemania se financie casi gratis y a nosotros no nos quiera prestar casi nadie. De momento –porque la credibilidad es lo que tiene, que no es para siempre– Alemania no ha hundido su credibilidad (¿hay mucha gente que pronostique que el Gobierno teutón vaya a quebrar?) como sí lo ha hecho los catastróficos Ejecutivos españoles de Zapatero y Rajoy. Sin embargo, parece que a nuestros gobernantes esta merma de credibilidad –merma que no depende, ni mucho menos, de que venga tardía y timoratamente la agencia de calificación de turno a oficiar el levantamiento del cadáver– se la trae al pairo. ¿Cómo es posible? ¿Acaso al Gobierno no le preocupa ser expulsado de los mercados de capitales y no poder financiar sus gigantescos déficits derivados de sus monstruosas ansias de gastar mucho más de lo que ingresan?
He ahí, precisamente, el problema. Ese tan ortodoxo, germanizado y restrictivo Banco Central Europeo anunció hace apenas tres meses que adquiriría cantidades ilimitadas de la deuda pública de aquellos países que solicitaran el rescate (el famoso programa OMT). No crean que se trata de un anuncio mágico y libre de costes: en realidad, semejante ventanilla bancaria corre a cuenta del crédito y de la riqueza de Alemania. ¿O a qué atribuyen, si no, que los nuevos euros que ha ido inyectado y que seguirá inyectando el BCE en la economía no hayan sido liquidados ipso facto por sus tenedores a importantísimos descuentos (inflación y depreciación del euro)? ¿Acaso por su intensísima demanda de comprar bienes, servicios y activos en España? No lo parece, pues en tal caso esa intensísima demanda también se dejaría sentir en el mercado de deuda pública española: mejor pensado, cabrá atribuirlo al (todavía) intensísimo deseo por adquirir bienes, servicios y activos alemanes (deseo que sí se manifiesta, vaya por dónde, en la demanda de deuda pública alemana). Conceder poder de compra contra bienes alemanes a cambio de que, idealmente, los españoles produzcamos en el futuro las mercancías que serán adquiridas por los alemanes para así poder pagar nuestras deudas con el BCE, no parece la operación más lucrativa del siglo… para Alemania.
Sí lo es, en cambio, para un hatajo de tahúres cortoplacistas que, como nuestros políticos, sólo tratan de seguir gastando lo que no tienen aún a riesgo de abocarnos, a nosotros y a nuestros acreedores, a un más doloroso impago futuro. Por eso la OMT no fue una bendición sino una plaga para la economía española: la plaga de apuntalar a un Gobierno incumplidor y kamikaze al frente de las finanzas del Reino que, además, tiene el descaro de darse palmaditas en la espalda en su primer nefasto año de gobierno.