La salida de prisión de Arnaldo Otegi y las reacciones de la clase política subsiguientes retratan al régimen. La pseudoizquierda de partidos estatales deshaciéndose en loas a un terrorista y el oficialismo derechil y tertuliano pidiendo mano dura contra los partidos batasunos.
Francisco Caamaño, siendo Ministro de Justicia, ese cargo que asesina la independencia judicial, impulsó las reformas legislativas precisas para evitar la representación política de ETA y sus afines en las citas electorales. No imaginaba este resultado. El tiro le salió por la culata. Según Caamaño, el Gobierno al que pertenecía se encontraba decidido a emprender modificaciones legales para “evitar la presencia de ETA en las instituciones” y “asegurar a la democracia española que en los organismos de representación ciudadana sólo habrá demócratas”.
La autodefensa del Estado de partidos necesita de medios y miedos. Medios contradictorios con sus propios postulados, supuestamente democráticos, ante patologías como la instrumentalidad no deseada de los injustificables privilegios oligárquicos en que se sustenta y que alimentan a sus únicos agentes políticos reconocidos, los propios partidos políticos. Y miedos que determinen el ingreso o expulsión en el selecto grupo de integración de masas delimitado por el consenso de los participantes en el acuerdo institucional del setenta y ocho. El acceso a las subvenciones estatales, la disposición de espacios publicitarios gratuitos y el acceso al padrón por los asesinos son consecuencia del régimen oligárquico de partidos de integración proporcional de masas, que resultarían imposibles en un sistema mayoritario de representación ciudadana. Es lógico pues, que los delincuentes se percaten de que la mejor garantía de impunidad y eficacia es la articulación delictual a través de un partido político.
Prohibir por ley un partido político, ya sea comunista, nazi, integrista o filoterrorista, más allá de la contundente aplicación del Código Penal a la conducta de sus integrantes, es síntoma de la debilidad y contradicción intrínseca del Estado de partidos, inconcebible en una auténtica Democracia donde el partido fuera instrumento de su funcionamiento y no agente único de la actuación pública, sujeto exclusivo del derecho a ejercer la política, y de nutrición asistida estatal como un órgano administrativo más.
La República Constitucional, como acción humana para la democracia, saca a los partidos del Estado para civilizarlos, sin que precisen del patrocinio estatal y sin que sean necesarios funambulismos como los de Caamaño, promoviendo leyes autodefensivas para que “quienes no condenen claramente la violencia y no abandonen esa forma de actuar en democracia no estén en los organismos democráticos”.