Javier Torrox

JAVIER TORROX

Todo es sencillo. Y lo es porque todo procede de la naturaleza. Pero suceden dos cosas sorprendentes. Por un lado, los seres humanos hemos desarrollado una notable tendencia a desdeñar lo evidente y a no tomarlo en consideración; y por otro, abrazamos argumentos ininteligibles desarrollados por terceras personas acerca de las cosas que son evidentes y que podríamos percibir por nosotros mismos a través de los sentidos y el razonamiento. Esto es, en lugar de aceptar la sencillez de las cosas que percibimos nos empeñamos en engañarnos con las interpretaciones que hacen otros acerca de la misma realidad que podemos percibir: es la infantilización voluntaria.

Un poner: el Gobierno (Poder Ejecutivo) de partido y los diputados (Poder Legislativo) de partido deciden quién integrará el órgano de gobierno de los jueces (Poder Judicial). Y después salen todos ellos en la tele diciendo que hay separación de poderes, para lo que cuentan con la colaboración de los grandes -y adictos- medios de comunicación. Lo que le dicen a usted de la realidad está en conflicto con la realidad que perciben sus sentidos. ¿Les cree usted a ellos o a sus sentidos? Y es entonces cuando, inexplicablemente, la gente abraza un discurso que es contrario a lo que le dicen la vista y el oído: se da por buena una interpretación falsa en detrimento de la sencilla realidad que percibimos. Es la reacción que tiene cualquier niño de corta edad cuando percibe algo que no entiende: demanda una explicación de una autoridad (los padres) y cree en su respuesta a pies juntillas.

A día de hoy resulta evidente que las cosas no funcionan como sería de desear: por un lado, carecemos de libertad política y, por tanto, de democracia: no podemos elegir a nuestros diputados ni a nuestro Gobierno; por el otro, y a consecuencia de lo anterior, todas las instituciones del Estado están corrompidas hasta el tuétano. ¿Por qué? Porque la moralidad pública está ausente allí donde no hay libertad; sin moralidad pública, prospera la corrupción. La sencillez de las cosas está oculta tras una tupida tela entretejida de intereses privados -no pocos de ellos malquistados en el Estado- y que dificulta la contemplación de la realidad. Te invito, lector, a dar un paseo por la vilipendiada sencillez de las cosas.

Los ciudadanos tienen derecho a la representación política y a que sus intereses sean defendidos por el reprentante electo y diputado para ello. La función de esta representación no es otra que la defensa de los intereses de los representados. La conducta de los diputados también es sencilla: hacen lo que sea necesario para mantener su cargo. En la actualidad son diputados de partido, por lo que defienden exclusivamente los intereses del partido que les hace diputados. Pero si los diputados fueran elegidos de forma directa por sus electores -y no mediante listas elaboradas por el jefe de cada partido-, la propia naturaleza de la elección obligaría a los diputados a ser leales con sus electores. Veamos cómo.

Un representante que traicione lo prometido a sus representados o que se corrompa es un traidor a sus electores. Es inconcebible que más de 200 años después de las revoluciones americana y francesa aún no hayamos asumido que tenemos derecho a resistir a la opresión, que no tenemos por qué soportar lo que no queramos consentir. ¿Quién es el pusilánime que está dispuesto a consentir que le mientan y le roben? Sólo aquel que se beneficia de la rapiña o aspira a ser rapiñador de sus vecinos.

La solución para la corrupción de un representante es tan sencilla como la natural elección directa de en quien se desea depositar la representación. Si los electores pudieran elegir un representante suplente al tiempo que eligen a su diputado en su distrito y si dispusieran de un mecanismo para expulsar de forma fulminante al diputado que les pueda engañar, ¿qué diputado se atreverá a darle la espalda a sus electores a sabiendas de que éstos le pueden despedir en cualquier momento?

Los vecinos de distintos lugares tendrán intereses distintos y puede ser que hasta enfrentados. Esto no es malo, tampoco es bueno. Simplemente es la realidad. Y las instituciones políticas tienen que operar sobre la realidad, no sobre interpretaciones de esa realidad.

Antes de ver un clarificador ejemplo de lo anterior, describamos la realidad actual de la representación política en España: los jefes de cada partido designan a los diputados antes de la celebración de las elecciones legislativas. ¿Cómo lo hacen? Sitúan a los que les son obedientes en posiciones estratégicas de las listas que elaboran para asegurar su elección como diputado del partido del que se trate. No son diputados de los ciudadanos, son diputados de los partidos. Y si los partidos no son políticos sino estatales al estar asalariados por el Estado, los diputados son en última instancia diputados del Estado. Que no le quepan a usted dudas respecto a dos certezas que de aquí podemos colegir como consecuencias inevitables de este statu quo: los intereses de quien sirve los del Estado -esto es, el Gobierno- no son los de los ciudadanos y el Estado pondrá todo su poder al servicio de la defensa de sus propios intereses. Sin nadie que defienda los nuestros, los ciudadanos estamos indefensos ante el Gobierno, que hace y deshace a placer sin que nada ni nadie tenga capacidad para oponerse. Esta indefensión de los ciudadanos es el antecedente inmediato de la adopción de una institución cuya finalidad es crear la ilusión de seguridad jurídica y política: allí donde hay un Defensor del Pueblo, hay un pueblo indefenso y engañado.

Veamos ahora el ejemplo. Los impuestos que pagamos los contribuyentes españoles son distintos en función del lugar de residencia. Supongamos que, manteniendo esta inmoralidad fiscal, se deroga la fuente que origina todos nuestros males -y que es el régimen electoral proporcional- y se adopta la representación: un diputado elegido por su nombre (independientemente de que pueda contar con el apoyo de un partido político) por cada 100.000 habitantes y por mayoría absoluta (a doble vuelta si fuera necesario). Sería imposible que ese diputado silenciara -como sucede ahora- que sus electores pagan más impuestos que otros. ¿Por qué sería imposible? Porque ese diputado debería su puesto exclusivamente a la voluntad de sus electores, nunca más a la del jefe de su partido. Dicho con brevedad: la República Constitucional impondrá igualdad allí donde esta Monarquía de Partidos juancarlista impone y fomenta la desigualdad.

Usted debería poder participar en la elaboración de las leyes mediante la elección del diputado de su distrito para que éste defienda sus intereses de usted y los de sus vecinos. Así era en el pasado hasta que -el franquismo antes y el neofranquismo juancarlista actual ahora- aniquilaron la representación. Y aún cometen un delito más grave estos liquidadores de la representación política natural, han expulsado de los corazones de los ciudadanos la idea de representación y les han hecho creer que la libertad consiste en que los partidos estatales sean sus nuevos tiranos.

¿Cómo osan engañarnos? ¿Cómo osa usted dejarse engañar? ¿Acaso desea que también sus hijos soporten este engaño? ¿Qué ojos necesita usted para ver? Todo es sencillo.

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