PACO BONO SANZ
El otro día, Don Juan Manuel de Prada era entrevistado en el telediario de la cadena católica 13 con motivo de la publicación de su nueva novela, “Morir bajo tu cielo”, en la que el autor recrea la España de finales del siglo XIX. El presentador le preguntó sobre su situación de ostracismo intelectual. ¿Cómo se vive al margen de la cultura oficial? -Le dijo- ¡Cómo me acordé de Don Antonio García-Trevijano! Quien sin duda es también maestro en lo político de Don Juan Manuel. ¿Por qué empiezo con esta cita? Se preguntarán mis lectores. ¿Por la soledad de la verdad o por el principio de la mentira? Ya que fue a finales del siglo XIX cuando la gran mentira del nacionalismo periférico empezó a gestarse, sin duda motivado por el complejo hacia lo español y alimentado por una propaganda internacional de siglos, pero también por la vanidad de unos historiadores mediocres que vieron en la sangre de España su gran oportunidad.
Descubierto el origen de este suicidio colectivo, debemos ahora concentrarnos en la España del siglo XX, el siglo de las ideologías y su fracaso, el siglo del nacionalismo. El mundo se sumió en dos grandes guerras, y entre medias, España fue el precedente de la Segunda Guerra Mundial, con su Guerra Civil. Al margen de las propias ideologías de la época, entre 1936 y 1939 se enfrentaron en España dos tipos de nacionalismo que determinarían el futuro: el nacionalismo español (o central) y el nacionalismo regional (o periférico). Ambos estaban inspirados en el concepto subjetivo de la Nación, descrito por el filósofo Don José Ortega y Gasset en su libro “España invertebrada”, en el que calificaba a la Nación como un proyecto sugestivo de vida en común; lo que a su vez sirvió a la Falange de José Antonio Primo de Rivera (los nacionalistas españoles) para sostener la afirmación de que la Nación era una unión de destino en lo universal. De repente, siglos de hechos históricos sometidos al maridaje del azar y de la voluntad directa e indirecta, a intereses encontrados, quedaban borrados de un plumazo. Como si la historia no hubiera sido determinante en la creación de la Nación Española.
Caído el franquismo, el nacionalismo español es hoy minoritario y su acción es ridícula. Sin embargo, el nacionalismo periférico, tan ridículo y dañino como el anterior, ha sido catapultado por el consenso y la socialdemocracia de la oligarquía de partidos, fundada con la reforma política llevada a cabo durante la mal llamada Transición. De la mano del sucesor de Franco, Suárez y Fraga pactaron con Felipe González, Santiago Carrillo y los nacionalistas catalanes para el establecimiento del consenso político, que supuso la creación de un régimen de poder neofranquista en el que los nuevos titulares del Estado olvidaban su pasado a cambio de su homologación política. La consecuencia de este acuerdo traidor fue la división de España en autonomías, algo inédito en su historia; una improvisación que tenía por objeto la colocación de los barones de los nuevos partidos estatales y la creación de una mayor relación de servidumbre.
Quien conoce la causa del nacionalismo, sabe que su objetivo no es otro que la constitución de su Nación y Estado propios. Las mentiras históricas, sumadas a la nefasta aportación “orteguiana” y “joseantoniana” respecto a la Nación, han provocado que los españoles crean que lo que no es bajo ningún concepto decidible, pueda serlo, y que lo que sí lo es, no pueda serlo. Esta confusión la ha inducido el Estado para que su régimen de poder no se vea amenazado. Derecho a decidir, nos dicen. Pero ojo, también nos recuerdan que la constitución es intocable. ¡Ay amigos! Ese texto redactado en secreto por una camarilla de traidores. ¡Qué ingenuos quienes creen que un texto falso puede estar por encima de algo tan verdadero como España! Porque España es anterior a toda constitución. España no está unida, sino que es una unidad en sí misma.
Esta enfermedad existencial que padece España, cuyo origen está en la mentira, la traición y la ambición de unos catetos, ha sumido a los españoles en una depresión que los lleva al suicidio. La situación de España es tan grave en lo existencial, lo político y lo económico, que da la sensación de que deseamos el llanto colectivo, de que lo necesitamos para expulsar dolor; así de triste y real. La convocatoria de un referéndum con objeto de determinar la españolidad de algo de por sí tan español como Cataluña, supone una brutalidad sin precedentes en la historia universal. Pues, ¿cómo se atreven a someter a la voluntad algo que ya ha sido resuelto por la historia? Los catalanes son españoles por el hecho de que son catalanes. Que los catalanes con sentido común sean obligados a participar en un referéndum ilegal e ilegítimo so pena de dejar de existir como españoles y, por tanto, como catalanes, es una brutalidad propia de regímenes totalitarios que vulnera el primero de los derechos humanos: el de la existencia. Y hasta el propio Renan, inspirador del referido ensayo de Ortega y Gasset “España Invertebrada”, decía que las naciones no tienen derecho a suicidarse.