Durante 314 días España estuvo sin Gobierno. Fueron necesarias dos Elecciones Generales, para que, por fin, el candidato del partido más votado fuera investido Presidente. Durante todo ese tiempo se sucedieron las advertencias de que la prolongación de la ingobernabilidad ponía en serio riesgo el futuro de España. Era urgente acometer cuestiones de gran calado, entre las cuales, además de los presupuestos generales y el consiguiente compromiso de déficit, se aludía a la necesidad de un pacto de Estado que garantizara el sistema de pensiones y una solución del problema territorial, con el desafío secesionista de telón de fondo.
Así, durante 314 días interminables, Mariano Rajoy se desgañitó exigiendo un acuerdo de investidura que permitiera a España continuar por la senda reformista que, según él, se había iniciado en la anterior legislatura. Con el fin de convencer a propios y extraños, anunciaba a bombo y platillo su compromiso de hacer… todo aquello que, con una confortable mayoría absoluta, no se había molestado en acometer.
Pero la presión no sólo provenía del PP. Importantes empresas de los sectores más regulados clamaban al cielo por la prolongación de la interinidad. También las Comunidades Autónomas, cuyos gobernantes temían que la prórroga de los presupuestos les obligara a aplicar recortes que mermaran su popularidad y pusieran en riesgo sus prodigiosas redes clientelares. Bruselas, atenta al déficit, también ponía su granito de arena llamando constantemente a la responsabilidad de los agentes políticos españoles e, incluso, hubo quien se tomó la molestia de estimar el coste económico que cada mes de gobierno en funciones suponía para España, como si tal cálculo fuera fiable.
Según transcurrían los días, las expectativas engordaban. Ya no sólo se trataba de confeccionar los nuevos presupuestos generales y dar cumplimiento a las exigencias de Bruselas: se obraría el milagro de multiplicar los panes y los peces. El desfase del sistema de Seguridad Social se resolvería por ensalmo, garantizando las pensiones, presentes y futuras, se acometerían reformas de calado para combatir el desempleo estructural e, incluso, se subsanarían deficiencias seculares del modelo político, como el mal funcionamiento de una Justicia extremadamente lenta y politizada, el cuestionado sistema electoral o el opaco y escasamente democrático funcionamiento interno de los partidos políticos.
En definitiva, para que España no perdiera el tren de la modernidad había una solución milagrosa: un presidente. Una vez investido, el nuevo escenario parlamentario, con los partidos recién llegados, haría el resto: las formaciones tradicionales se verían obligadas a poner en práctica las reformas a las que se habían resistido durante décadas. Llegaba la nueva política y, con ella, la gran transformación, la modernización de España, la solución definitiva.
Pero la montaña parió a un ratón
Al fin, el 29 de octubre, Mariano Rajoy Brey fue investido presidente gracias a la abstención de los diputados del Partido Socialista (excepto 15). Aunque advirtió sobre determinadas líneas rojas, se mostró conciliador y abierto al diálogo, algo que, en teoría, abría la puerta a debates fundamentales y a posibles acuerdos en las materias donde la sociedad española se juega el ser o no ser.
Pero la primera señal lanzada no pudo ser más cosmética, arbitrista y… políticamente correcta. El 15 de noviembre se anunciaba a bombo y platillo que PP y PSOE daban el primer paso para un inminente pacto de Estado contra la violencia de género. Éste era, pues, el primer gran pacto de la legislatura. A reglón seguido, el Pleno del Congreso de los Diputados votó por unanimidad la creación antes de fin de año de una subcomisión en el seno de la Comisión de Igualdad para sustanciar el pacto. Y todos los líderes políticos corrieron a rentabilizar la buena nueva ante los medios de información.
Dos semanas después, el nuevo ejecutivo daba el visto bueno a dos decretos que eliminaban deducciones a las empresas en el Impuesto de Sociedades y subía la tributación del alcohol y de las bebidas azucaradas: un pequeño incentivo para beber agua del grifo. Las nuevas disposiciones convertirán a España en el primer país del mundo donde se tributa por pérdidas empresariales. Además, se añadían nuevas medidas antifraude y una subida de impuestos al tabaco, especialmente a la picadura (6,5%) que es, para entendernos, el tabaco de los pobres. El objetivo: recaudar 8.000 millones adicionales durante 2017. Así pues, la sostenibilidad del modelo seguirá basada en el aumento de la presión fiscal y no en la reducción y racionalización del gasto. Desgraciadamente, obtener mayores ingresos nunca ha servido para cuadrar las cuentas sino, muy al contrario, para incentivar un incremento del gasto que, a su vez, requerirá mayores ingresos. Un círculo vicioso cuyo desenlace no parece que vaya a ser demasiado feliz.
El 14 de diciembre el parlamento se dedicó a debatir sobre la necesidad de regular los deberes escolares; es decir, limitarlos por ley o, incluso, llegado el caso prohibirlos. Al cabo del día, aun con matices, se decidió que sí –esta vez con el PP en contra-, que también era materia susceptible de ser controlada por la clase política. Y aunque parezca un asunto menor posee su lógica profunda: una sociedad acostumbrada a exigir derechos pero refractaria a asumir deberes, estaba ya madura para el siguiente paso: librar por ley a los menores de cualquier deber, aunque fuera escolar. Ya el 21 de diciembre, La ministra de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, Dolors Montserrat, desvelaba la posible aplicación de una nueva medida: los currículums anónimos. Una medida de cara a la galería pues, a la hora de la verdad, ninguna empresa que se precie contrataría a nadie sin saber quién es.
Todos estos asuntos han servido para generar titulares, noticias, debates y discusiones pero las cuestiones críticas han sido suplantadas por asuntos íntimamente relacionados con la corrección política y con sesgos ideológicos que, a lo que parece, han colonizado todo el arco parlamentario. Así pues, mientras se dirime si los críos deben hacer tareas fuera del horario escolar o no, si un CV debe ser anónimo o no, si el Parlamento debe regar con más medios y recursos leyes de violencia de género que no parecen obrar efectos positivos, y sí bastantes negativos, o si es sostenible un Estado que requiere de constantes incrementos tributarios para, precisamente, incentivar todas estas iniciativas y otras muchas de la misma jaez… mientras todo esto, decíamos, es lo que va dando cuerpo a la nueva legislatura, los seculares problemas de España siguen dentro del cajón, guardados, inaccesibles, intocables… innombrables.
Como en la política española la única ley que se cumple a rajatabla es la de Murphy, la montaña había parido un ratón. Naturalmente, tener gobierno era imprescindible pero no precisamente para el ciudadano de a pie sino para los políticos. Y para los grupos de intereses. Unos quedan colocados en el poder y otros en la oposición, que ambas posiciones aportan innumerables ventajas. Y los grupos bien organizados continuarían disfrutando del bombardeo constante del BOE, de esas retorcidas leyes que riegan con generosos beneficios a los grupos mejor organizados, conceden curso legal a sus aberraciones ideológicas, extienden la tiranía de la corrección política, de la ingeniería social hasta límites inimaginables hace unas décadas.
Mancur Olson tenía razón, aunque se quedó corto, muy corto. La dinámica de la política lleva a que el Estado sea tomado por grupos de presión minoritarios, pero bien organizados. Sí, el bueno de Olson comprendió que la estructura de costes e incentivos favorecía a los colectivos minoritarios que se agrupan para exigir privilegios frente a las grandes mayorías que, con muchas más dificultades para agruparse demandarían otras reformas. Los grupos minoritarios prevalecerían a costa de la mayoría desorganizada, creando barreras, imponiendo trabas, promulgando leyes abusivas para obtener privilegios. Así, la decadencia de las naciones sería la consecuencia de una economía cada vez más estancada, lastrada por la restricción de la competencia y el peso muerto de infinidad de parásitos.
Pero lo que Olson no contempló es que buena parte de estos grupos minoritarios no se limitan a ejercer una mera presión; también generan, difunden y, con la connivencia de los políticos, imponen formas de pensamiento tendentes a justificar sus privilegios. Recurren a supuestos agravios, presentándose como víctimas: su martirio y sufrimiento es el argumento de autoridad definitivo con el que imponen su razón. La verdad estaría determinada por las emociones, las afinidades, la empatía, no por el raciocinio. En este marco, la verdad es todo aquello que suena bien, que hace sentir a la gente confortable, bondadosa, aunque no lo sea. Por el contrario, las verdades incómodas quedan automáticamente apartadas; sólo se acepta aquello que es políticamente correcto, esto es, lo que favorece a los grupos mejor organizados.
El caballo de Troya
Naturalmente estas ideologías son atroces porque van en contra de los principios que crearon la democracia occidental, en especial el de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Como un señuelo, como la muleta del torero, distraen al público de las reformas que realmente son necesarias, urgentes, manteniéndolo atrapado en el terreno de las emociones. Pero los políticos aprendieron pronto que estas “verdades” podían ser utilizadas para favorecer sus propios intereses. Por ello las fomentaron: tanta discriminación por resolver, tanta víctima por resarcir justificaba la intervención arbitraria de la política y, también, abría la puerta a un ejército de politólogos, académicos, burócratas que, por sí sólo, impulsa una industria de la corrección política siempre ávida de un volumen de recursos que, de otra forma, sería imposible de obtener. Una máquina de ingeniería social que se sirve a sí misma y que cada día genera nuevas oportunidades de negocio a costa de una sociedad cada vez más polarizada e infantil.
La corrección política es considerada por muchos autores una suerte de marxismo cultural, apuntando su origen en la Escuela de Fráncfort y su Teoría Crítica. Una vez el desarrollo tecnológico y la evolución social dejan inservible la confrontación entre proletarios y capitalistas, es necesario buscar nuevos grupos de explotadores y explotados, opresores y oprimidos, verdugos y víctimas, eso sí, siempre en las democracias occidentales, que son las que deben ser demolidas desde el interior. En este contexto, la opresión toma dimensiones mucho más sutiles, difíciles de captar, incluso de demostrar, que la clásica explotación económica del trabajador. Por ello hay que idear retorcidas teorías que la gente acaba asumiendo tras intensas campañas de propaganda. El problema es que tal ideología acaba promoviendo el victimismo, la queja, la apatía individual, la pasividad porque demasiada gente aduce estar oprimida. En resumen, la corrección política fomenta la mentalidad de mendigo en una sociedad cada vez más sumisa, indolente, polarizada e infantilizada. Las democracias se degradan y degeneran en una suerte de burocracia todopoderosa que reparte prebendas a granel, un entorno donde el mérito, el esfuerzo y la responsabilidad desaparecen.
En numerosos países, las mayorías, la sociedad civil se acaba hartando de tanta trampa, sinsentido y majadería. Reaccionan contra el sistema, contra las burocracias dominantes, en formas que no siempre son prudentes pero que tienen su origen en una sensación de estafa, tanto económica como ideológica. Se explica así la victoria de Trump en EEUU, o las votaciones contra el sistema que se suceden en Europa. No así en España, donde las corrientes siempre llegan tarde y mal, donde todo se copia del exterior, especialmente lo malo, lo pésimo. Aquí, todavía seguimos sumergidos hasta el cuello en el lodazal de lo políticamente correcto, liberando de deberes a los oprimidos niños, decididos a sobrepasar el punto de no retorno… si es que no lo hemos sobrepasado ya.
Pese a todo, querido lector, le deseamos Feliz Navidad.