El mundo que nos acoge en la actualidad se caracteriza por su complejidad y acusada celeridad en todos los órdenes, de ahí, la permanente adaptación de la sociedad a los nuevos prescriptores económicos, ambientales, tecnológicos, políticos, etc, que emergen y que rigen las vidas de la mayoría de la población global. En este caso,  una de las instituciones que mayores esfuerzos realiza por esa carrera hacia el imperativo de la adaptación es la escuela, y por ampliación, los sistemas educativos de los diferente países. Porque desde la vertebración de los primeros sistemas nacionales de educación, a mediados del siglo XIX, han sido estos quienes se han ocupado casi exclusivamente de la formación de las nuevas generaciones que ingresaban a la vida productiva y social. En todo este devenir de los sistemas educativos, a lo largo de los años, ha existido una constante evolutiva que ha cambiado en gran parte el presente y sobre todo cambiará el futuro de la educación: la tecnología. Desde que las sociedades se hicieron eminentemente tecnológicas, las instituciones educativas ofrecieron gran parte de su labor formativa a la preparación técnica de los jóvenes para el empleo industrial, científico y tecnológico, arrinconando la labor de instrucción intelectual que la educación integral conlleva. Y este patrón educativo no ha parado de intensificarse hasta la actualidad. No sabemos si esta educación de base primordialmente tecnológica será una educación mejor o peor, lo que es seguro es que será diferente y tendrá consecuencias diversas. Sin embargo, en esta, llamémosla,  tecno-educación persiste y aumenta la carencia de la formación intelectual, un grave problema que de seguir aumentando a largo plazo acarreará multitud de conflictos sociales y frustraciones personales que requerirán muchos recursos y atenciones para corregirlo.

Según los cánones, toda educación que se precie debe de proveer al menos de cuatro tipos de formación: la intelectual, la social, la humana y la profesional. Si se hace un análisis riguroso de la educación en los últimos tiempos, se observa claramente como el peso mayor de las programaciones escolares y universitarias recae en la formación profesional para el empleo y la dirección empresarial, desdeñando las demás formaciones. Esta tendencia, que con la crisis económica se ha visto acentuada por la competencia laboral ante la escasez de trabajo, ha sido, además, implementada por las políticas educativas de los países, que a su vez,  se sienten presionados para adoptar estas medidas ante el desempleo masivo que sufre la población. La consecuencia a medio y largo plazo es que estamos formando jóvenes con capacidades técnicas y productivas elevadas, pero con deficiencias intelectuales y humanas graves. Los sistemas educativos son una fábrica que  expende egresados universitarios listos para el trabajo duro y cualificado, pero carentes de métodos, habilidades, actitudes y valores  en el ámbito de la razón, del entendimiento y de la mente humana. En definitiva, estamos engendrando a personas sin control sobre sus vidas y sin reflexión sobre lo que les rodea. Se les educa para trabajar y consumir, no para vivir.

De este modo, sin el concurso de la formación intelectual a los alumnos se les deja sin instrumentos cognitivos y los desarmamos completamente de autonomía intelectual, puesto que con este tipo de formación se genera en los estudiantes aprendizajes relacionados con los métodos del pensamiento lógico, crítico y creativo, que son nada más y nada menos que los métodos por los que los seres humanos buscamos la libertad y la felicidad y nos defendemos de los poderes dominadores y de las ideologías manipuladoras que acechan por doquier.

Esta formación intelectual es la que gesta en el pensamiento la duda, la curiosidad, la libertad, la actitud crítica y la pasión por coger las riendas de la propia vida junto a los demás, la que nos suministra la valentía suficiente para ejecutar los proyectos personales y colectivos sin imposiciones externas. Esta es la gran obra de la formación intelectual, de la cual, en las aulas actuales se huye como de la peste. Desde mi punto de vista una de las mayores virtudes de la formación intelectual radica en la de generar la duda y la fluctuación reflexiva, puntos centrales donde reside la libertad, porque donde hay duda hay libertad. El escritor Jorge Luis Borges dijo con respecto a la duda que “la duda es uno de los nombres de la inteligencia”.

Sin embargo, en esta sociedad de la competencia, la alta productividad, el consumo y el espectáculo apenas hay dudas y tiempo para dudar. Las diferentes ideologías, modas y religiones se encargan de ofrecernos sus certezas en todos los ámbitos, y los sistemas educativos en muchas ocasiones se convierten en las correas de transmisión de esas certezas que como último objetivo pretenden el control social y mental de una ciudadanía aturdida por el exceso informativo y la preocupación por la supervivencia cotidiana. Por eso, quizás la duda que fragua la formación intelectual en la mente del humano sea el medio más sugestivo para salvaguardar nuestras comunidades de la barbarie, la indiferencia generalizada y de los nuevos mesías que pretenden salvar el mundo. Pero para ello necesitamos en las familias, escuelas y demás instituciones educativas, elevar al máximo exponente el valor de la formación intelectual.

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