PEDRO M. GONZÁLEZ
Cuando nadie cree en la independencia de Justicia, la llamada a “profundizar” en una institución como el jurado popular sale del cajón de partidos y oportunistas como panacea redescubierta. Todo menos separar en origen los poderes políticos y la facultad estatal de juzgar y hacer cumplir lo juzgado.
La apelación a la institución del Jurado en este momento tiene una doble lectura: por un lado subraya la desconfianza de la Sociedad Civil en la Administración de Justicia traducida en oportunidad política por los partidos del estado que lanzan esta nada nueva oferta, y por otro, confirma la ausencia de interés de la clase política en establecer medidas de carácter institucional que creen las condiciones necesarias para establecer una separación de poderes ahora inexistente.
El abismo entre Sociedad Civil y clase política se ensancha, y nadie discute ni propone alternativa alguna a una Fiscalía General del Estado designada por el Presidente del Gobierno ni a un CGPJ conformado por los partidos a imagen y semejanza de sus respectivas cuotas de poder. La liza se mantiene en el terreno del juego de poderes que permitan controlar una u otra institución.
Apelar al jurado como solución es reconocer la ausencia de “autoridad” social de los jueces, verdadero fundamento de su facultad estatal. Dado que nuestra tradición jurídica, marcada por la codificación, resulta incompatible con la elección de jueces por la ciudadanía, la única forma de garantizar tal autoridad es su independencia de toda ingerencia extraña, indisoluble de su inamovilidad. Esa imposibilidad de elección de los jueces por el cuerpo electoral común es exclusivamente técnica, siendo sin embargo alternativa válida en aquellas culturas jurídicas basadas en el precedente, como la norteamericana o la suiza, no así en las de tradición codificada, como la nuestra, donde la Ley ocupa la cúspide de la jerarquía normativa.
Ello no supone que el Jurado sea una institución a despreciar, sino sólo en la medida que su universalización pretenda integrar y someter al ciudadano en el ejercicio de la maquinaria de un poder único, dividido sólo funcionalmente. No es casual que ninguna de las ofertas electorales pongan en manos del Jurado Popular los delitos cometidos contra la Administración Pública a manos de los cargos políticos electos o por jueces, que precisamente son aquellos en los que el bien jurídico protegido afecta en abstracto a toda la ciudadanía, y que, en consecuencia justificarían particularmente la intervención del jurado.
El Jurado no garantiza la independencia judicial ni es alternativa a la separación de poderes, pudiendo ser en todo caso, una institución coexistente con la de Jueces profesionales y excepcional para determinados delitos donde la probidad pública, como bien jurídico deseado, sea directamente lesionado, ya que, al fin y al cabo esta institución, en palabras de García-Trevijano, “donde existe comenzó como un acto histórico de rebeldía corporativa contra el poder político”.