RAFAEL MARTÍN RIVERA.
Parece que la Historia no nos enseña nunca nada, no leemos a los clásicos o, sencillamente, como «enfants terribles» que somos, odiamos la idea de caminar «a hombros de gigantes». Quizás nos hayamos entregado al «especialismo» de esas «novedosas» obras científicas (de política, economía, sociología…) que tienden a la parcelación de todo conocimiento, y apenas seamos ya capaces de observar los objetos si no es desde la cercanía del microscopio. Seguramente, esto último, sea lo más probable…; y, perdiendo la distancia de la visión general de las cosas, con pertinaz insistencia nos empeñemos en dar la razón a aquellos «eones d’orsianos» que hayan de interponer siempre, entre nosotros y el devenir inmediato, la misma piedra con que tropezar… Acaso estemos condenados a «piétiner sur place», una y otra vez, con igual asombro y torpeza, sin avanzar un solo milímetro.
Las crisis, de la naturaleza que sean, ya política ya económica, no son nuevas, como tampoco el fin de una civilización o el agostar de una cultura. Cegados por el «cortoplacismo» de lo urgente, miramos hacia adelante y nos olvidamos de mirar atrás. En aquellas razones y causas que llevaron al declive, a la decadencia; ese constante deambular histórico entre lo clásico y lo barroco. «Díez del Corral –escribe el Profesor Negro Pavón– observó hace tiempo el cambio del sentido del mito en la época moderna, sugiriendo la aparición de una nueva mitología. Los mitos clásicos miraban al pasado, ahora el mito mira hacia el futuro, invirtiendo su función». Es el mito de lo nuevo.
Ciertamente, soplan vientos nominalistas con olor a nuevo: muchas son las voces que, insistentemente, claman por un cambio; pero… ¿qué cambio? ¿Un cambio de régimen? ¿Un cambio de sistema? ¿Acaso no está ya todo inventado…? Cuando se habla de república o monarquía, democracia participativa o representativa, sistemas presidencialistas o parlamentarios, listas abiertas o cerradas, sistemas bicamerales o unicamerales, centralización o descentralización, sistema federal o confederal, y aun regional o autonómico… ¿No es acaso todo la misma cosa? ¿No está a la vista de todos, un elenco interminable de regímenes y sistemas políticos, a lo largo y ancho del mundo…, y de la Historia? ¿Qué hace de nuestro sistema actual tan terrible frente a los demás? ¿Qué inclina a pensar que la opción ajena «b» o «c» será mejor que la propia «a»?
Señalaba Ortega que basta con echar una ojeada en derrededor nuestro para darnos cuenta de que lo que sucede en otros países, no es muy distinto de lo que acontece en el nuestro: «Eadem sed aliter: las mismas cosas, sólo que de otra manera».
Algo está carcomido y se derrumba sin remedio desde hace décadas –quizás un siglo ya–, y no es algo que afecte sólo a nuestro país: la corrupción, el clientelismo, los abusos de poder, el desprecio por la legalidad…; la tiranía, en fin, avanza sin mesura por la senda de lo político, invadiendo todo orden de vida, humana y divina. Allí donde el poder no reconozca la existencia de límite u ordenamiento superior alguno, y cuya legitimidad y finalidad última respondan únicamente a su propia supervivencia, existirá tiranía. Hoy todas las miradas se centran en nuestro señor el Estado, pero el problema es mucho más profundo; está mucho más arraigado… El tumor, el absceso, se ha instalado también en el individuo, en el ciudadano, en el cuerpo social; en eso que con tanta insistencia se hace llamar la «sociedad civil», como si de miembro amputado de «Aquél» se tratara.
Si, en efecto –como se dice–, el sistema o el régimen político fueran la clave, ¿cómo puede explicarse que aquel sistema parlamentario que diera a luz a un gran Churchill, fuera el mismo que abandonara la Gran Bretaña a un débil Chamberlain? ¿Cómo entender que la democracia tuviera como hijo a un Hitler? ¿Cómo asumir que los contrapesos del sistema de separación de poderes, que tantas veces se arguyen como salvaguarda de la democracia, dejaran hacer a su antojo a un Johnson o a un Nixon? ¿Cómo aceptar que las libertades y los derechos civiles, tan bien guardados por la perfectísima Constitución de los Estados Unidos, hayan sido pisoteados con tanta facilidad por las últimas Administraciones…?
¿Acaso no son las personas las que imprimen la diferencia? Y aun, ¿qué es lo que hace de unas personas mejores que otras? ¿Acaso existen los «mejores»? Y, en su caso, ¿dónde está la clave de lo «mejor»?… Es ésta referencia que nuestra cultura, lamentablemente, ha perdido por completo, al demoler la idea de virtud; la vieja «virtus», de donde arranca toda nuestra secular civilización. Pero, ¿qué era la «virtus»? «En la mentalidad romana –escribía D. Antonio Fontán en su Humanismo romano–, la virtus es un valor moral central y prácticamente absoluto que justifica la historia –ne virtutes sileantur–, suscita la admiración, inspira la conducta de los contemporáneos y de los venideros y se halla situado en los tiempos de los antepasados –maiores–: con lo cual la conexión temporal de las generaciones cobra vigor y se transforma en una estructura profunda y permanente de la historia». Pesaba mucho lo tradicional –la «memoria» transmitida por los «maiores»–, con toda la carga de la «virtus», y en todos los órdenes; también, y especialmente, en lo político.
Gracias a la «virtus» –compendio de virtudes singulares comunicadas todas entre sí, según la feliz definición ciceroniana– se han forjado las grandes naciones universales, ligando comunidad e individualidad (la «concordia»): así, la «libertas» –como opción y facultad de sacrificio y de renuncia; generosidad–; la «diligentia» –el deber de cuidado de lo propio y lo ajeno–; la «pietas» –la devoción para con la patria, la familia y los maiores–; la «humanitas» –benignidad y clemencia con el adversario–; la «fides» –la lealtad y el compromiso–; la «honestas» –la respetabilidad, la prudencia y el decoro–; la «amicitia»…, pues «sólo se conoce bien con el corazón», como nos enseña el bello relato de Saint-Exupéri (Le Petit Prince).
A los «mejores» se les reconoce por guardar, defender y representar, mejor que ningunos otros, tales virtudes; que no son, desde luego: la astucia, el engaño, la mentira, el fingimiento, la ambición, la codicia, el egoísmo, el desdén, la soberbia, el cinismo…, tal y como se prodiga con cierta fruición desde la ocasión –que no la oportunidad, «opportunitas»– de nuestro tiempo.
Cuando el compendio de virtudes se desmorona o pervierte, desapareciendo la adhesión de la comunidad («communio») a ese sagrado código de convivencia, entonces no habrá sitio ya para los «mejores», para los «egregios», para los que saben tener obligaciones no nacidas de ley, y desaparecerá esa sublime ligazón entre comunidad e individualidad que es la «concordia».
Por consiguiente, la fe en el sistema no puede ser la clave. Los sistemas no son sino máquinas abstractas que se suponen perfectas, pero que no lo son, y que, por predicarse infalibles en sus múltiples engranajes, terminan por eximir de toda responsabilidad a las personas que lo integran: «Es el sistema el que ha fallado…», ¿cuántas veces habremos oído semejante aserción, como excusa de gobernantes y gobernados? El culto contemporáneo a lo técnico ha pretendido mecanizar a la perfección la insaculación –que no la elección– de los «mejores», cayendo en la necedad de confundir «valor» y «precio», según los famosos versos machadianos.
@RMartinRivera |