Toda voluntad de poder se nutre de determinadas distorsiones ideológicas que circulan a través de unas huellas lingüísticas de dominación cuyo rastro gloto-político es posible (y por qué no decirlo, deseable, acaso de una necesidad peremptoria) analizar, y que coadyuvan, en última instancia, a la sedimentación del estatus quo. Así, como no podría ser de otra forma, la supervivencia del régimen del ‘78 se ha basado, inter alia, en la repetición ad nauseam y la subrepticia pero exitosa asimilación de no pocos de estos ardides gramaticales, desde aquel de la “soberanía nacional”, hasta el del “pacto de Estado”, pasando por la “independencia judicial”, las “elecciones presidenciales”, las “lenguas cooficiales”, la “Transición”, el “miedo de los mercados”, el “patriotismo constitucional”, la “movilidad internacional”, el “derecho a decidir”, el “sentido de Estado” y tutti quanti. En definitiva, un largo catálogo de basura ideológica, esperpénticos rótulos que hacen juego de espejos y generan un álbum-holograma de neofamilias del régimen no menos escabroso. Pues bien, en el presente artículo abordaré el anacoluto mismo que intitula tan siniestra edición, el ideologema de ideologemas, el meta-engaño glotopolítico: la “Fiesta de la Democracia”. Este es, acaso, el principal significante vacío, el sintagma más nefasto (en este contexto el adjetivo en cuestión resulta ineludiblemente irónico) en contra del cual el MCRC, en calidad de movimiento ciudadano por la dignidad política está llamado a hacer pedagogía.
Hablemos claro: la llamadas ‘Elecciones a la Presidencia del Gobierno’ ni son elecciones, (sino votaciones) ni son presidenciales (estas votaciones son a un partido determinado, no a los miembros del mismo), ni merecen mayúscula alguna (constituyen un fraude democrático). La ciudadanía no elige directamente al presidente del ejecutivo, ni a los diputados, sino que valida, en primer lugar, una determinada lista de individuos dóciles del jefe de partido en cuestión (siéndole ambos nombramientos completamente ajenos), y, en última instancia, la reducción de la organización política del país a su maltrecho estado actual, i.e., el de una injusta y disfuncional monarquía partitocrática. En otras palabras, nos hallamos ante una inercial liturgia cuatrienal de la ridícula (por solemne, mas ineficiente) comunión del voto súbdito a través de la urna en tanto dispositivo porno-político. Dicha naturaleza sicalíptica reside no solo en la forma física de este último objeto (al cabo compuesto por una cicatriz que sanciona la puerta de entrada a la a priori inédita dimensión ontológica del receptáculo del cual forma parte), sino sobre todo en el poder semiótico de la misma como hiperbólica sublimación del putativo empoderamiento efectivo de la participación popular, el cual se ve empero traicionado en el instante mismo de depositar la papeleta. En la urna de Noé caben todos, caben todos. En la urna de Noé caben todos menos tú. Magia kitsch, obscena illusio performativa que forcluye la participación del ciudadano en el preciso momento de la misma. Idiocia en masse legitimando la antítesis de la política.
Consciente de tan rústica estafa, la clase política reviste de neolengua una maniobra oligárquica que se antoja tan naturalizadamente previsible como contingente. A fin de cuentas, para los integrantes del politburó lo importante no es tanto que se vote a la opción que cada partido dice representar cuanto que se vote. A quien sea y por el motivo que fuere. Incluso a nadie y sin motivo alguno. Tanto monta: bien o mal. Monta tanto: tarde o pronto. Isabel como Fernando: con la derecha, con la izquierda, de espaldas y sin mirar. Con la nariz tapada. Que voten los vivos. Que voten los muertos. Al de la coleta. Pero que voten. En blanco (voto sin papeleta, pero válido) o nulo (voto no válido, pero voto). Pero que voten y voten y vuelvan a votar. ¡Y votan y votan y vuelven a votar! Cualquier opción sirve, pues todas legitiman la gaseosa existencia del pastel de humo cuya inhalación alimenta los inmerecidos privilegios de la casta en el submarino del secuestro ético-político de España. Colocados todos. Todos colocados, menos la ciudadanía desviada al matadero de su libertad colectiva. Aquel cuyo pórtico de entrada reza ‘El Voto os Hará Libres’.
El nombre de este matadero es, en efecto, “La Fiesta de la Democracia”, escogido por la clase dirigente en votación unánime como impúdica adición de los ideologemas-fetiche más exitosos de nuestro tiempo: la ‘fiesta’ y la ‘democracia’, donde la subconsciente aprobación entusiasta de ambos términos por parte del acrítico ciudadano medio equivale a una validación intransitiva de aquellos (“¿Fiesta de qué? ¡De lo que sea! Loco, habrá que ir, ¿no? Es una fieshhhta”), democracia (“dicen que es lo contrario de malo, que a su vez es sinónimo de dictadura…¿vamos, que habrá que ir, no? ¡Y cuanto antes mejor, no vaya a ser que la cierren!). A la espera de una abstención masiva, la ‘fiesta’ dura ya cuarenta años. Reventémosla, no vaya a ser que no vivamos para ver su final. Que amanezca y ya no estemos allí. Que nunca sea mejor que tarde.
En definitiva, en la medida en que el régimen del ‘78 se erige sobre las ficciones gramaticales anterreferidas, su colapso pasa, entre otros aspectos, por el desarrollo de una autoconciencia lingüística ciudadana, entendida esta como la capacidad crítica para identificar, pensar sobre y denunciar las ficciones gramaticales que atraviesan la función teatral del cierre en falso del franquismo. Se trata, en última instancia, de desmadejar la tela de araña en la que sucumbe actualmente nuestra libertad conjunta para, al cabo, y sobre la base de una democracia formal o política (su declinación material o social forma parte de la falacia que aspiramos a combatir), bordar una República Constitucional donde Estado, Nación y Sociedad Civil se enhebren en flama.