La ONU habla en un reciente informe de “trato inhumano y cruel contra los manifestantes” en Venezuela. Una docena de países americanos han condenado en Lima “la ruptura del orden democrático en Venezuela”. No obstante lo anterior, una tiranía no es tal en función del nivel de represión contra su población ni porque -de repente- un grupo de cancilleres internacionales descubran acciones tiránicas de un Gobierno determinado.
No son las acciones tiránicas lo que constituye una tiranía, sino la capacidad de realizarlas. La tiranía no nace de los actos, sino de su potencia.
La tiranía prospera donde el Estado y la Nación están confundidos y no separados: donde el Gobierno (cuya esfera de acción es el Estado) no es elegido de forma directa por los gobernados; donde el Parlamento (cuya esfera de acción es la representación de la Nación y, por tanto, la elaboración de sus leyes) no es elegido de forma directa por los representados.
La tiranía prospera donde la Justicia está sometida al control del Gobierno mediante el pago de sus salarios y el nombramiento de sus jueces y magistrados, donde los fiscales están a las órdenes de los intereses del Gobierno.
La tiranía no es la sangre, sino la capacidad de derramarla con impunidad. La tiranía no son las leyes injustas, sino la capacidad de hacerlas sin el consentimiento de la Nación (esto es, los ciudadanos). La tiranía no es la arbitrariedad del Gobierno, sino su capacidad para ser arbitrario con impunidad.
Toma un grupo pequeño de hombres, dale sólo a ellos el poder de elegir a todos los integrantes del Parlamento; dale a ese Parlamento el poder de elegir al Gobierno; dale a ese Gobierno el poder de elegir a los Jueces y el mandato de los fiscales. Eso es la tiranía.