El mundo está lleno de problemas: personales, colectivos, económicos, políticos, amatorios, filosóficos, de logística y de otros tipos. Problemas que podemos clasificar de mil diferentes maneras. Puesto que lo más importante de un problema es resolverlo -o debería serlo-, interesaría, en el contexto de los tiempos de cambio que nos ha tocado vivir, elaborar una taxonomía simple basada en algunas dificultades que se nos pueden presentar a la hora de resolver problemas de las más diversas clases.
Tendríamos en primer lugar los problemas de tipo I, inatacables por su propio enunciado, tan difíciles que en la práctica resultan imposibles de resolver. Hablamos, por ejemplo, de problemas como un cáncer terminal, la calvicie, el motor de agua, Cristóbal Montoro llamando a tu puerta o cómo subir salarios en entornos económicos de paupérrima productividad como el de este país. En principio parece que preocuparse por tales problemas carece de sentido. Pese a ello, la gente lo suele hacer, intuyendo que, dado un cambio en las circunstancias o en el nivel de los conocimientos científicos, algunos de estos problemas de tipo I pueden llegar a resolverse algún día, pasando a ser problemas de los otros dos tipos II y III.
Los problemas del tipo II son aquellos que pueden resolverse, con mayor o menor dificultad. Si no se ha hecho, es porque hasta la fecha no existía una conciencia clara de la necesidad, o simplemente nadie se había puesto a trabajar en ellos. Casos típicos de este tipo de problemas son el cambio de una bombilla, un colegial ordenando su cuarto, la introducción del WiFi en las escuelas o la instalación de un ascensor en una comunidad de vecinos.
Finalmente, los problemas del tipo III son los más complejos y fascinantes. Se trata de aquellos que en principio, y con arreglo a consideraciones de organización, disponibilidad de recursos y eso que en sus contratos las empresas de ingeniería llaman a veces “estado del arte”, parecen en teoría perfectamente gestionables, pero que en la práctica no lo son, debido a extrañas dinámicas de costes de oportunidad e intereses creados. Para que esto no suene tan abstracto me van a permitir que ponga un ejemplo.
La Torre de Pisa podría ser enderezada con los medios de la tecnología actual, para de este modo evitar su desplome definitivo. Podemos por ejemplo instalar unos gatos hidráulicos que la levanten por un lado, o desmontarla piedra a piedra y volverla a montar, como ya se ha hecho con innumerables edificios históricos. De este modo conseguiríamos darle el ángulo de plomada perfecto que según las crónicas comenzó a perder desde los comienzos mismos de su construcción. ¿A qué esperan la municipalidad de Pisa y el gobierno de Italia, entonces?
La razón de que no se haga nada es simple: los comerciantes de la ciudad jamás lo permitirían. Si millones de turistas acuden todos los años a Pisa no es para ver un monumento medieval. De eso están bien servidos en todas las ciudades italianas. Lo que vienen a ver es una torre inclinada. Y si alguna vez deja de estarlo, las pérdidas para la economía local serían millonarias. Por lo tanto, corregir la inclinación de la Torre de Pisa es una alternativa inviable, y con ello un problema del tipo III.
Parte considerable de los problemas a que nuestros políticos y gestores se ven obligados a hacer frente son problemas del tipo III: la política financiera de la Unión Europea, la lucha contra el terrorismo, reformas laborales, políticas para el Oriente Medio, desarrollo de energías renovables -¡gestionado a veces sorprendentemente por grandes consorcios de hidrocarburos o magnates árabes del petróleo!-, la aventura secesionista catalana, la reforma constitucional y muchos otros. La dificultad a la hora de resolver cualquiera de estos problemas no se debe únicamente a que el tema sea extremadamente complejo, sino a las molestias que los cambios pueden traer consigo y a la gran cantidad de gente a la que esos cambios no convienen.
Por no tenerlo en cuenta, no pocas veces nos encontramos entrando de cabeza en una dinámica encaminada al fracaso. Saber distinguir entre los diversos tipos de problemas nos permite adquirir una perspectiva realista de las dificultades con las que tenemos que lidiar y, más importante, del grado de constancia y de compromiso que se requiere para abordar cualquier empeño de resolución a largo plazo.
Las estrategias basadas en el voluntarismo o los golpes de efecto no sirven cuando lo que tenemos delante es uno de estos fáusticos y pegajosos problemas de tipo III. Tanto si se trata de echar a la suegra de casa como de acabar con un régimen político decadente, el camino hacia la victoria pasa por un nudo gordiano de complicaciones sin cuento, inesperadas ramificaciones en el curso de acción, la necesidad de priorizar y tener paciencia. Resolver problemas de tipo III es, en el fondo, el gran problema de la historia humana. Hay que esperar el momento en que el fracaso total de un sistema que en el fondo nadie quiere reformar abra la brecha que permita al revolucionario profesional iniciar su conquista del poder con probabilidades razonables de éxito.