GABRIEL ALBIAC.
«No preguntes por quien doblan las campanas? Doblan por ti». Puede Griñán, si es que sabe hacerlo, leer al John Donne de las Devotions. Habla de él: ya cadáver. Y ni la dimisión puede salvarle de lo que le está acechando en los juzgados: su agria responsabilidad en el terminal fracaso de Andalucía.
Y ese fracaso tiene un nombre. Desagradable. Imposible también de ocultar. Robo. Perpetrado por el partido que monopolizó el poder allí durante tres decenios. Y que allí tejió su red blindada de clientelismo. De ruina, por lo tanto, puesto que una sociedad que vive nada más que de robar fondos públicos sólo puede desembocar en la miseria.
Griñán ha sido la última pieza en desmoronarse. Pero el modelo lo tejió, hace mucho, la banda de pícaros que, en torno a Felipe González, alzó con dinero del Departamento de Estado americano y de la socialdemocracia de Brandt un nuevo caciquismo que, desde el cortijo andaluz, permitiera plantear el asalto general al Estado. Eran los tiempos en los cuales a González Márquez no le daba vergüenza formular en voz alta su propósito de poner en pie un régimen de medio siglo. Ni a su escudero Guerra soltar aquella gracieta tan de su estilo de que a España iban ellos a darle una pasada tras la cual no la reconocería ni su madre.
Fracasó el proyecto milagrosamente en el resto de España. Y se blindó en el feudo del sur. Desde el primer momento la estrategia era vieja y eficacísima: hacer de los fondos públicos una caja negra a disposición del partido. Una fracción de esa caja se debería usar en subvenciones con vocación vitalicia, cuya última función política sería capturar votos de igual modo vitalicios. Se inicio con la estrategia envenenada del PER. Bajo distintos modelos llega hasta el último escándalo de los ERE.
Al abrigo de ese reparto —en cuya gestión eran los sindicatos pieza clave—, se hacía posible desviar fondos inmensos hacia las propias sacas del partido. Y, por supuesto, hacia las privadas e invisibles cuentas de los dirigentes del partido que administraban aquel cacicato. Nadie ha movido en Andalucía un dedo desde el final de los setenta, sin pasar por el control de aquello que era de hecho un partido único, fundido con la estructura misma de la administración. Un régimen. O, si se quiere ser menos delicado, una «honorable sociedad» al estilo siciliano. Y durante más treinta años, no hubo juez que se atreviera a investigar el pozo negro. Demasiado peligroso.
Cuando Rajoy ganó las elecciones generales, se produjo un escalofrío. Si el resultado se repetía en la Comunidad Andaluza, y si los hombres del PP optaban por la única alternativa no suicida, abrir de par en par las carpetas con la contabilidad negra, la práctica totalidad de los dirigentes socialistas andaluces estaría en grave riesgo de acabar en la cárcel. Fue la ocasión de haber limpiado aquel establo. Aun afrontando un coste duro. Pero no sucedió. Mal que bien, los socialistas mantuvieron el poder sobre su finca. Se aseguraron además el apoyo de una Izquierda Unida anhelante de participar en el reparto. Y todo pareció cristalizar de nuevo en un infinito tiempo suspendido.
Entonces hubo una jueza que se atrevió a ejercer justicia. Lo inimaginable. Trataron de aniquilarla del modo más canalla en estos años de nauseabunda canallería. Fracasaron. La jueza resistió. Dentro de dos días declarará ante ella el interventor de la Junta. Griñán sabe lo que sucederá entonces. No pregunta ya por quién están doblando las campanas. Sabe que doblan por él. Por eso huye.