RAFAEL MARTÍN RIVERA.
Los diagnósticos erróneos únicamente pueden dar lugar a soluciones erróneas. Tal ocurrió con la llamada «Gran Depresión de 1929», y tal está ocurriendo de nuevo con la denominada «Gran Recesión de 2009». Pese a la distancia en años, los diagnósticos políticos trasladados a la opinión pública y a la Historia, han sido similares. En ambos casos las causas y orígenes de la crisis se han simplificado excesivamente: la especulación inmobiliaria y la especulación financiera; con dos claros culpables: los inversores y los bancos. También en ambos casos se ha querido mostrar como un problema sistémico, la falta de ética y el fraude.
Estas visiones sintomáticas de la crisis empero, no han pretendido en momento alguno penetrar en aquellos elementos fundamentales que habrían permitido llegar a esa situación de facilidad desmesurada de endeudamiento generalizado –es decir, el cómo y el porqué de una tal expansión y flexibilización del crédito–, como tampoco han querido explicar las razones que llevaron a la quiebra del sistema de pagos entre prestamistas y prestatarios, que resultara en el desmoronamiento del sistema financiero y en la posterior crisis económica. Eso sería tanto como reconocer la responsabilidad en semejante catástrofe de gobiernos y autoridades reguladoras y supervisoras, y, en particular, de los bancos centrales, véase FED y BCE. Y piénsese que tampoco es cuestión de aburrir al ciudadano de a pie con clases magistrales sobre tipos de interés naturales, tipos monetarios, tipos de intervención, tipos negativos y demás zarandajas, que es mejor que no entienda o que entienda poco.
De cara a la opinión pública, gobiernos y autoridades monetarias, han preferido declinar toda responsabilidad en la crisis financiera y económica, y bien han desembarcado con frases rimbombantes al estilo del famoso panfleto keynesiano del «fin del laissez-faire», bien han banalizado todo análisis técnico diagnosticando un «fallo en los mercados», bien han propuesto soluciones de un populismo desmesurado como «reinventar el capitalismo». Y en su persistente desconcierto e incompetencia han apostado por la tan socorrida «más regulación y mayor intervención de los mercados», no sin abundar en soluciones New Deal de parvulario, con mayor gasto público para sustituir al gasto privado –consumo e inversión–, hasta que la situación se ha hecho totalmente insostenible, con déficits imposibles de financiar.
Y de nuevo la «Gran Contracción» a la que aludiera Milton Friedman, primero la monetaria, la del «shock financiero», que tan ajena resulta a la opinión pública, y luego la fiscal, la de la «profunda recesión», que tan fácil y accesible es de comprender por sus famosos recortes y mayor carga impositiva.
Dos son por tanto los frentes abiertos, el financiero y el fiscal, pero la demagogia socialdemócrata europea únicamente quiere hablar del primero, y sólo en parte. Esto es, metamos en cintura a los bancos comerciales –que para eso son los culpables–, no a los bancos centrales ni a las autoridades monetarias y reguladoras –se diga lo que se diga–, y dejemos manos libres a los gobiernos para que sigan gastando y recaudando a placer.
Esa es la gran apuesta de Rajoy y sus amigos europeos en apuros, incluido Hollande; el parche financiero de la mal denominada «unión bancaria», a cambio de dinero para rescatar los desmanes de cajas de ahorros y bancos públicos, de paso mantener intervenido el valor del mercado inmobiliario y evitar su desplome, enmascarar el riesgo de una descomunal deuda soberana y financiar un déficit insostenible. En pocas palabras: intervención de los mercados, falseamiento de los precios y espejismo de recuperación asistida. Más de lo mismo.
Y saldremos de la crisis, antes o después de una aún prolongada recesión, pero si algo está fuera de toda duda es que, en el primer supuesto, el reconocimiento será para el proceder de gobiernos y autoridades reguladoras y supervisoras, y que, en el segundo escenario, de nuevo habremos de oír hablar de «fallo de los mercados», pese a mayores y aún más torpes intervenciones.
La «fatal arrogancia» de siempre, en fin.