RAFAEL MARTIN RIVERA
El profesor Lucas Beltrán escribía en «La Nueva Economía Liberal», al explicar la corriente de las «rational expectations», que los apóstoles del intervencionismo parten de la premisa –errónea siempre–, de que los gobiernos saben más que los individuos, y que las autoridades económicas y financieras son más inteligentes que los mercados. Negando pues toda inteligencia y capacidad de comprensión del individuo, los gobiernos podrían tomar medidas para influir en el mercado, y éste reaccionaría siempre de la misma manera, no aprendiendo nunca nada y no adquiriendo ninguna experiencia. Sin embargo, la realidad nos ha demostrado con cierta impertinencia frente a esta presunción, que cuando el individuo atisba un cambio, éste puede reaccionar frustrando, en todo o en parte, los resultados que gobiernos o autoridades pretendían obtener con alguna intervención de naturaleza fiscal o monetaria en el orden económico. Así –y mal que les pese a algunos–, las políticas gubernamentales sólo podrían obtener algún resultado a corto plazo, la primera vez que se aplican, pero no cuando se reiteran. Por ejemplo –en ese tan característico «sostenella y no enmandalla» de los gobiernos–, «las políticas keynesianas han ido perdiendo la eficacia que, a corto plazo, pudieron tener en algún momento», y, parece lógico que lo mejor sería, dadas las circunstancias, suprimir tales intervenciones «y sustituirlas por una política económica basada en unas pocas reglas claramente expuestas y bien entendidas» que dejaran actuar libremente a los individuos. «Uno de los logros de la economía teórica –nos dice Hayek– ha sido explicar de qué manera se consigue en el mercado el mutuo ajuste de las actividades espontáneas de los individuos, con tal de que se conozca la delimitación de la esfera de control de cada uno».
El propio Keynes reconocía poco antes de su muerte, en un artículo publicado en junio de 1946 por el Economic Journal, «The Balance of Payments of the United States»: «Me siento impulsado, no por primera vez, a recordar a los economistas actuales que las enseñanzas clásicas encerraban algunas verdades permanentes de gran importancia, que es posible nos pasen inadvertidas, porque las asociamos con otras doctrinas que ahora no podemos aceptar sin muchos retoques. En estas materias hay corrientes subterráneas profundas; podríamos llamarlas fuerzas naturales, incluso la mano invisible, que están empujando hacia el equilibrio».
Sin embargo, gobiernos y autoridades económicas y financieras, siempre temerosos del funcionamiento fastidioso de esas «fuerzas naturales» que hayan de poner en evidencia su pertinaz incompetencia, insisten en sus políticas intervencionistas y en su discurso de «crecimiento» y «pleno empleo» «marxiano» –por lo de «y dos huevos duros más»–, pretendiendo la imposible empresa de crear –siguiendo el símil Hayekiano– «un complejo orgánico compuesto, colocando cada molécula individual o átomo en su lugar apropiado en relación con los restantes», y a la voz de «¡Ar!». Mas el atrevimiento de estos aprendices de brujo es aún mayor, pues, en esto que llaman «economías mixtas», ensayan congeniar la ingeniería molecular o atómica con el libre mercado. Es decir, pretenden planificar las reacciones de los individuos y de los mercados confiando en que éstos actúen de una determinada manera ante determinados «estímulos» o «medidas» –que ellos denominan «políticas de crecimiento»–, y para más abundar esperan que salga un «seis doble».
Pese a las postreras reflexiones de Lord Keynes, lo cierto es que –como señala el profesor Dalmacio Negro en «La tradición liberal y el Estado»–, a partir de 1936, en que apareció la «Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero», los planificadores no han dejado de invocar esa «biblia académica para justificar filosóficamente lo que había empezado siendo un simple salto en la oscuridad». Aplicada «como panacea desde 1946, se convirtió en los años 50 y 60 en el principio rector de la política económica de las principales economías de Occidente», que pasaban a adoptar métodos claramente planificadores. «Gracias a sus efectos, la década de los 70 fue ya claramente colectivista» –con una notable obsesión por controlar demanda y oferta, y redistribuir rentas y gasto–, quizás como una «respuesta política de las democracias liberales al éxito (propagandístico) del socialismo soviético», o, simplemente, contaminadas por éste.
No obstante, mucho de esa respuesta –propagandística también– pudo surgir, en parte, por una infundada credulidad ante unas falsas profecías «neomarxistas» –aún imperantes– que auguran persistentemente el fin del «capitalismo» en un escenario –que el mercado sería incapaz de corregir–, de exceso de producción, deflación y demanda insuficiente para asegurar la ocupación total. Raymond Aron comentaba con cierta ironía en «Dix-huit leçons sur la société industrielle», lo divertido que le resultaba releer a aquellos visionarios –cosa que recomendaba a sus alumnos de la Sorbona–, cuando en 1931 afirmaban que nunca podría volver a reproducirse la prosperidad excepcional experimentada en los Estados Unidos entre 1923 y 1928, por las razones antes apuntadas. Pues bien, pese a todo –añadía–, «estamos en 1956 y la producción en Estados Unidos se ha multiplicado por dos y sigue habiendo consumidores». ¡Milagro!