PEDRO M. GONZÁLEZ
En uno de los múltiples y a veces contradictorios manifiestos del nuevo partido estatal Podemos que circulan por la red, se relaciona la separación de poderes con la reforma de las instituciones de la Fiscalía General del Estado y el Tribunal Constitucional, de forma que la elección de sus titulares sea “más democrática”. Concretamente se propone la reforma de la figura del Ministerio Fiscal para garantizar su independencia así como del nombramiento de los Magistrados del Tribunal Constitucional y vocales del Consejo General del Poder Judicial, sin exponer, eso tampoco, de que manera y en que sentido.
Esta empanada mental debe ser clarificada por vía de urgencia. Ocupémonos ahora tan solo de lo referido al Ministerio Fiscal y al Tribunal Constitucional. Ambas instituciones son propias y características del estado de partidos y del subsiguiente control por éstos de la vida judicial. Su propia conceptuación y finalidad, su ontología, conlleva la imposibilidad de su reforma. Deben ser eliminadas, extirpadas de la raíz de la organización institucional de la democracia como imprescindible requisito para alcanzar la separación de poderes, requisito formal que junto con la existencia de principio representativo constituye la piedra de toque de cualquier sistema que se reclame democrático.
El Fiscal General del Estado es el máximo representante de un Ministerio Público estructurado jerárquicamente que se erige como defensor imparcial del derecho, función que resulta imposible si es elegido por el ejecutivo. Según su estatuto orgánico, la única diferencia con la función jurisdiccional de los jueces y magistrados estriba en su posición procesal. Por tanto la exclusiva forma de garantizar su independencia es mediante la unificación de las carreras fiscal y judicial a las que se acceda de forma también única quedando cada uno de estas funciones como puesto de destino en tal carrera unificada y dependiendo así exclusivamente de un Consejo de Justicia que cuente con presupuesto propio cuyo Presidente sea elegido por y entre todo el mundo jurídico en elecciones separadas.
Por su parte el Tribunal Constitucional, instituido como seguro y control político de la sociedad política sobre la escasa independencia judicial también debe desaparecer. Se trata un órgano parajudicial cuyos miembros son elegidos por los mismos partidos cuyos asuntos llegan a su ámbito decisorio, que se rige por la proporcionalidad electiva de sus “magistrados”. El indispensable principio de unidad jurisdiccional, que garantiza la independencia judicial, es incompatible con la existencia de este tribunal político de excepción. Si de verdad existiera unidad de jurisdicción, la misma fuerza estatal para declarar la inconstitucionalidad de una norma, acto administrativo o sentencia residiría en el más modesto juzgado de paz que en el mismísimo Tribunal Supremo (TS), contando todos ellos con la capacidad para llegar a tal declaración. Cosa distinta es que el sistema devolutivo de recursos permita llegar al propio TS en Sala Especial que decida en última instancia sobre la posible inconstitucionalidad, decantándola jurisprudencialmente.