Ya he dicho en alguna otra parte que existen grandes diferencias sociales entre Francia y España que obedecen evidentemente a un proceso histórico diferente del que hoy da como resultado una realidad distinta para los unos y para los otros, por mucho que nos obliguen a aceptar la globalización de los seres en este caso europeos. Este es un término que tiene que ver más con la materia política que con la realidad social de los pueblos. Nuestros vecinos franceses han pasado por ciertas evoluciones de libertad y de liberación, adquisición y luchas de derechos que los españoles no han visto ni por asomo. Hay que reconocerles la capacidad de organizarse y de unirse cuando ante una idea se ha de aplicar un cambio, cuando consideran que algo debe cambiarse. El hombre rodeado de cosas que le plantean problemas pero le proporcionan recursos para resolverlos, ha estado durante milenios oprimido por una circunstancia, en gran parte adversa, que lo ha obligado a vivir perdido en ella, con eventuales retiradas momentáneas a su interioridad. La presencia de semejantes o prójimos se ha ido haciendo más frecuente a lo largo del tiempo, y ha sido predominante en las épocas que llamamos históricas y que conocemos más allá de vaguísimas conjeturas. Podríamos decir que la convivencia -para los españoles- ha llegado a ser más importante que la inmersión en la naturaleza y las presiones sociales, usos y vigencias que se han sumado a las impuestas por las cosas físicas. El hombre se da cuenta de que está rodeado de elementos materiales de creaciones humanas, de casas, ciudades, caminos, puentes, máquinas…todo lo ha hecho el hombre y todo parece estar controlado por él. Con todo, podemos observar en la vida social francesa cómo la persona queda en un buen segundo plano, pero es que también es así en la vida supuestamente colectiva de los españoles. No solo el hombre espera encontrarse con los demás en un quehacer que por lo pronto no existe, sino que ni siquiera es seguro que llegue a existir. Todo eso pertenece al repertorio de imágenes que pueblan la mente individual, a lo que hemos llamado mundo “interior” que es primariamente el que se pone a funcionar en la convivencia. Aparentemente los españoles somos más individualistas, se dice en el sentido de egoísmo, en el sentido de no colaboración con el bien de la mayoría, de la colectividad que es el momento de dificultad más básico a la hora de por ejemplo defender unos derechos, para el español el bien individualista siempre quedará por encima del colectivo. Para los franceses, esto ni ha sido ni es así, al contrario. Han luchado por el bienestar de la mayoría en detrimento de sus derechos individuales, pero han ganado en mejoras de su vida aunque la persona -y con ella su vida interior- haya quedado en un segundo plano. Para los españoles la cuestión pasa a un estado de irrealidad en el momento en el que el individuo se muestra más abierto a la convivencia pero mucho menos dispuesto a luchar por el colectivo.
Unos y otros se encuentran en un mundo en el que interviene la interioridad en un momento o en otro, lo proyectivo, es decir, la condición personal, generándose el conflicto con el entorno. Se va imponiendo la evidencia de que cada uno es una realidad irreductible a las cosas y también a las demás personas; es decir, que le pertenece una unicidad que va mucho más allá de la individualidad de las cosas, por tanto también de las personas. El hombre recapacita porque siente que desde el comienzo de su vida individual y desde el principio de la historia es persona, ha sido persona, pero cuando trata de conceptualizar esa misma condición y hacerla activa en la sociedad, surgen las evidencias que le impiden compaginar esa condición con la de ser social y colectivo. El hombre, pues, a medida que progresivamente ha ido creando lo que entendemos por su mundo, humanizando su naturaleza se da cuenta de que lo que le rodea además está formado por elementos en los que intervienen contenidos humanos, es decir, encuentra no solo edificios, sino relatos, historias, poemas, obras de arte, mecanismos de evolución…donde interviene en mayor medida la condición personal.
El pensamiento literario, filosófico ha sido y continúa siendo el instrumento capital del hallazgo de la persona, de la vida humana y por tanto del cultivo de la vida interior. Ambos sentidos la actuación y el pensamiento que pertenecen al hombre, están en juego cada día en el momento en que nos relacionamos con la sociedad, con la colectividad. Francia ha dado los mejores filósofos, España buenos teólogos o místicos, y sin embargo vemos la contradicción que existe al ser filosofía y religión elementos que nutren la vida interior de la persona y menos su relación con la colectividad. ¿Cuándo debemos emplear esos elementos del interior del ser y ponerlos al uso de la colectividad? ¿De qué manera? El español cultiva las “relaciones” con su colectividad humana, menos con los derechos del individuo y el francés cultiva las “relaciones” con la parte política de la sociedad, con sus derechos de individuo y menos en su parte de distendimiento del ser con los otros.
Rosa Amor del Olmo