PATRICIA SVERLO.

Durante la elaboración de la Constitución de 1978, los senadores reales tuvieron algunas iniciativas, fundamentalmente para reforzar el españolismo. Y seguramente también, aunque no está confirmado, para poner su granito de arena en uno de los puntos más controvertidos que afectaba directamente a la Corona, la sucesión, que se abordó en el artículo 57. Por razones absolutamente particulares, que afectaban a la familia de Juan Carlos, se estableció un orden en el que siempre sería preferible “el varón a la mujer”. Algo, para empezar, inconstitucional, teniendo en cuenta el artículo 13 (Capítulo Segundo, Derechos y Libertades) de la misma Constitución: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer ninguna discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social“. Para resolver esta contradicción, Juan Carlos tuvo que hablar en secreto y sin tapujos con los miembros de la Comisión Constitucional del Congreso, los padres de la criatura, como padre de otra criatura: la infanta Elena. El problema era que, si no se establecía que los hijos varones tenían preferencia, según el orden de primogenitura le tocaría ser princesa de Asturias a ella, y esto no podía ser, puesto que había nacido “enferma”, como todo el mundo sabe aunque haya sido a lo largo de los años el tema tabú de todos los que han rodeado a la familia real española. La Casa Real tenía pánico de tener que admitirlo públicamente, cosa que obligaría a la infanta a ceder el puesto a su hermana, Cristina, que sí era sana y no habría tenido ningún problema para reinar. La enfermedad –que no se ha querido nombrar nunca, y a la que se ha dado el apellido de “psicosomática” off the record– de la infanta podía poner en peligro una institución recién estrenada, que se apoyaba en privilegios de nacimiento difíciles de explicar, y con más motivo en el caso de Juan Carlos, que ya se había saltado a la torera a su padre y a la línea de su tío por el hecho de ser sordomudo, y que sólo llegó al cargo mediante una imposición del franquismo.

infanta-elena-okLos padres de la Constitución de 1978 entendieron la postura de Su Majestad, y el tema de la discriminación de sexos ni siquiera se llegó a discutir en las Cortes. Silencio total, como si nadie se hubiera dado cuenta de la incongruencia que, ahora sí, aflora en los foros internacionales y crea problemas que apuntan hacia una reforma de la Constitución inmediatamente después de que herede Felipe, que con un poco de suerte tendrá una descendencia que no dará nuevos disgustos a la Casa Borbón, aunque… no se sabe nunca. También está creando conflictos en los foros internacionales el artículo 56.3 (junto con el 64 y el 65), que dice: “La persona del Rey es inviolable y no esta sujeta a responsabilidad“. Es decir, que no se le puede juzgar, haga lo que haga o diga lo que diga. Otro regalo constitucional al monarca, en contradicción nuevamente con el artículo 14, al que el Estado español tendrá que renunciar, revocándolo, si quiere firmar los acuerdos para crear un Tribunal Penal Internacional (ya se ha hablado de esto en la introducción).

Aparte de los artículos específicos sobre la Corona, la Constitución de 1978 recogió el espíritu de la letra de los principios establecidos en el informe de 1975 sobre la “democracia” elaborado por la Comisión Trilateral: un sistema electoral proporcional (artículo 68), para poder limitar el acceso al gobierno por la vía electoral-parlamentaria de grupos políticos indeseables; descentralización de la Administración pública, pero sin dar poder político real a las comunidades autónomas (capítulo Tercero del Título VIII), cosa que convierte a los parlamentos en órganos más técnicos y menos políticos; supresión de las leyes que prohibían la financiación de los partidos por parte de las grandes emprensas, que se sumaría a la financiación con fondos públicos; exaltación de los mitos de la “libertad de empresa” y la “economía de mercado”, elevándolos a rango constitucional (artículo 38), etc. Pero lo más importante era establecer que la forma política del Estado español sería la monarquía parlamentaria (artículo 2), en un orden político que sería protegido por el Ejército (artículo 8), cuyo mando supremo correspondería al rey (artículo 62).

Aunque el PSOE y el PCE, entre otros, habían engañado al pueblo haciéndole creer que defendían el sistema republicano, todo estaba pactado de antemano, sin dejar cabos sueltos. Atendiendo a lo que habían dicho en la campaña electoral, lo que hicieron después fue un fraude, pero sólo se preocuparon de camuflarlo un poco. La Comisión Ejecutiva socialista decidió que el voto republicano se mantuviera hasta el debate de la Comisión Constitucional del Congreso, el 11 de mayo de 1977, para que lo defendiera Luis Gómez Llorente en rueda de prensa. El PSOE quiso aparentar que no abjuraba de su ideología, sino que había sido derrotado ante una mayoría constituida por la UCD, AP y los nacionalistas de derechas. Gómez Llorente lo dijo así en su discurso: “Nosotros aceptaremos como válido lo que resultó en este punto del Parlamento constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de la Constitución por esto. Acatamos democráticamente la ley de la mayoría. Si democráticamente se establece la monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideraremos compatibles con ella”. Después, en el referéndum, pidieron abiertamente el sí a la Constitución. El 6 de diciembre de 1978, el Estado planteó a los españoles una elección entre lo malo o lo peor. O monarquía o nada. Y, mayoritariamente, la Constitución fue aprobada. En opinión de quienes estaban en el poder, la victoria ya valía como si el pueblo hubiera dado un sí rotundo a Juan Carlos.

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