Pedro M. González

PEDRO M. GONZÁLEZ

La dimisión de Gallardón se convertía la semana pasada en primera plana de la prensa. La miopía del estado de partidos centraba su atención una vez más en el detalle en lugar de acudir a la raíz del problema, la propia existencia del Ministerio de Justicia. Tras el análisis de la gestión del Ministro cesante, ni una sola consideración de cómo  la propia existencia de su cargo impide la separación de poderes.

Nadie se ha parado a considerar que la organización Administrativa de la Justicia, la provisión de sus plazas y cargos, y lo que es más importante, su presupuesto, se encuentran en manos del comisario político que elija el partido gobernante de turno. No puede existir separación de poderes sin independencia administrativa y económica de la Justicia. Tal axioma básico y fácilmente comprensible nos lleva a afirmar sin ningún género de dudas que en este estado de poderes inseparados la Administración de Justicia es desde luego Administración, pero nunca será Justicia.

La inseparación de la función jurisdiccional resulta agravada por la organización territorial del Estado de las Autonomías, que multiplica exponencialmente la imposibilidad de la separación de poderes. Y es que, lejos de aportar cercanía en el ejercicio de la función jurisdiccional,  ata la Justicia al poder político con un segundo lazo de dependencia, esta vez al ejecutivo autonómico convertido en segundo filtro de prebendas y sinecuras.

La solución sólo puede ser radical. La eliminación del Ministerio de Justicia y trasvase de sus competencias a un Órgano de Gobierno de los Jueces elegido por y entre los operadores jurídicos como cuerpo electoral propio y separado. La elección de los vocales del CGPJ por parte del Parlamento tras la reforma de 1985 supone un reparto de cuotas de poder inadmisible y contrario a la independencia judicial.

Ya lo dijo Pedro Díaz de Toledo en el Siglo XV, si la justicia es eliminada o neutralizada “no son otra cosa los reinos, sino grandes compañías de ladrones”.

 

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