GREGORIO MORÁN.
No es nada personal, se refiere al gremio. El periodismo, y en concreto los diarios, pasan por uno de esos momentos que conviene retratar. Aún no es tema para novelistas pero no tardará en aparecer, porque la buena literatura suele llegar cuando la realidad que refleja está muerta y enterrada. El deslizamiento de los periódicos en papel hacia el cadalso tiene algo de suicidio, de seppuku; que es como los japoneses llaman a eso que nosotros creemos que en Japón denominan harakiri.
Tenía pensado, y desde hace tiempo, dedicar este artículo a los 150 años del Partido Socialdemócrata Alemán, que con la precisión y la rotundidad que le caracteriza contó Rafael Poch la pasada semana. Un tema deslumbrante. Me había ido convenciendo de hasta dónde se podía llegar en uno de los asuntos decisivos de nuestra historia durante siglo y medio, y actualísimo, porque tirando de ese hilo de la socialdemocracia alemana no sólo llegábamos a Lenin y a Rosa Luxemburgo, sino a la cuestión nacional y al debate entre internacionalismo y nacionalismo, y a la dificultad de compaginar ambos fuera de las facilidades que otorgan los libros y la teoría, ¡ay! ajenos a la política real. En fin, incluso las debilidades pasadas y presentes en la izquierda española tienen en la socialdemocracia alemana sus puntos de conexión. Pero se me escapó la oportunidad de aparecer como ponderado analista, y entró la realidad que es en definitiva de lo que viven, o deberían vivir, los diarios.
Primero llegó lo de Maruja Torres y me dejó muy afectado. Unos días más tarde la edición castellana de La Vanguardia publicaba en la página más importante de un diario -que frente a lo que los no profesionales puedan pensar no es la primera, sino la tercera, la que abre realmente el periódico y la más difícil de decidir y componer- un subtítulo a cinco columnas donde se podía leer: “Dos islamistas degollan con machetes a un soldado en el sur de Londres”. La consagración del SPD y sus 150 años de historia debía esperar, pensaba, cuando me leí como si se tratara de un mazazo, la revista del Col·legi de Periodistes de Catalunya donde una entrevista al veterano José Martí Gómez consiente seguir la estela de los últimos años del periodismo. “El periodismo está acojonado”.
Las tres referencias tienen idénticas características. No pasa nada. Da lo mismo que a Maruja Torres la pongan en la puerta, o que “degollan” a un soldado, o que el síntoma de decadencia lleve a la evidencia de que “los periodistas” estén acojonados. Nunca habíamos vivido una situación tan sin presente ni futuro.
Conozco a Maruja Torres desde 1976, cuando ambos trabajábamos en una revista que se hacía en Barcelona y que se llamaba Arreu, escrita íntegramente en catalán y promovida por voluntariosos personajes ligados al PSUC, y donde el que más o el que menos aceptaba aquellos divertidos traductores del castellano al catalán de los que guardo un recuerdo imborrable, por su paciencia, su humor y su dominio de las dos lenguas. Es decir, que en 1976, cuando buena parte de los talibanes lingüísticos de hoy rectificaban su inmediato pasado cantando el Virolai, o “con flores a María que madre nuestra es”, o asistiendo a los ejercicios espirituales del Opus Dei, o disfrazándose de Hare Krishna, había un puñado de gente desde la izquierda que se esforzaba en algo que ahora ha asumido como patrimonio la Liga Norte catalana.
No he ahorrado sarcasmos a Maruja Torres cuando se ponía estupenda en su papel de reina de los mares del Sur. Pero ¡un respeto! Pocos periodistas en España pueden sentirse tan orgullosos de su trayectoria como reportera, entrevistadora, escritora y columnista temeraria. Pedanterías aparte y sin un asomo de ironía, Maruja Torres es una figura capital en la pelea por una prensa libre, que ninguno de los payasos sin gracia del jijiji-jajaja catalán o mesetario le alcanza el tacón del pie izquierdo. Sin ella, esos mismos que ahora la han echado, hubieran quedado en restos de las cagarrutas del poder, del que Maruja Torres tuvo el talento de disimularles sus costuras. Que el actual jefe de su experiódico, cuyo nombre tendría que buscar en internet para enterarme si ha hecho alguna otra cosa en su vida que reírles las gracias a sus jefes tras haberles pagado el máster de principiante, tenga la desvergüenza de hacer de palanganero, me parece una humillación que nos afecta a los que nos dedicamos a esto de la pluma sin necesidad de hacer de chaperos.
Porque la veteranía es un grado que no conceden los mandos. Las protestas, y testimonios en la red tienen el mismo valor que las cotufas en el golfo. Permanecen unas horas, y como las cagadas de perro, ni siquiera abonan el terreno. No me canso de decirlo: las declaraciones en internet tiene un valor y una trascendencia similar a los mensajes que se escribían en los wáteres públicos de los años del cólera. ¿Y los colegas de Maruja Torres, sus amigos de mesa y complicidades? ¿Desaparecieron? O por decirlo en palabras de Martí Gómez, ¿están tan acojonados, que enmudecieron? Porque la verdad incontrovertible es que te retiran de opinar porque estás distanciado de tus jefes, que por cierto, no tienen otra opinión que la de ocultar las opiniones de los demás. El liberalismo de la desvergüenza, habría que llamar a esta fórmula más vieja que el franquismo.
El problema de nuestra decadencia, la de los periódicos y la de quienes sólo publicamos en papel, no viene de las nuevas tecnologías, aunque afecten, y mucho. Viene de la desgana, de la ignorancia y del desinterés social. Que alguien tenga la humorada de subtitular a cinco columnas que “Dos islamistas degollan con machetes…”, puede deberse a ignorancia o un error, como nos ha ocurrido a todos un montón de veces. En castellano el verbo degollar exige escribir que los islamistas del caso “degüellan”, no “degollan”, y me imagino a cualquier profesor de castellano, que se lleva el diario para que los chavales puedan hablar y escribir correctamente en este país, jactanciosamente bilingüe, y se encuentran que el diario de referencia desconoce la conjugación del verbo degollar, en castellano.
¿Es importante? Pues sí, primero porque de no considerarlo trascendente aumentaríamos nuestras ignorancias, ese “cofoismo” que empaña cada vez más nuestra vida cultural. Pero también por otra cosa más grave: uno puede equivocarse, nos ocurre a todos, sin embargo causa pasmo que no sólo no aparezca rectificación alguna, porque quizá les parecía tan normal que ni se dieron cuenta, sino que además nadie haya escrito -que yo sepa, porque habría de ser en pura ley recogido por el diario- para señalar ese desaguisado lingüístico que pone ante nosotros una cuestión que no tendría por qué ser grave, pero que empieza a serlo -o escribimos bien las dos lenguas, o estamos ante una prueba incontestable de que ambas se escriben con el culo, por no decir con partes más pudendas. Y por lo tanto, algo no va bien. Tengo una colección digna del Celtiberia Show del gran Carandell sobre las singularidades, supuestamente en castellano, de este periódico, y no es un reproche, porque todos escribimos boberías, pero que nadie rectifique y les parezca lo más normal del mundo, resulta inquietante.
Max Aub, el escritor valenciano que se inventó lo de que cada uno es del lugar donde hizo el bachillerato, columnista de La Vanguardia durante la guerra civil, tiene una de las reflexiones más agudas y trascendentes para quienes escribimos. “A mí me interesa la justicia y el buen castellano”. Algo que es válido para cualquier país y cualquier idioma. Si el periodismo ha ido perdiendo esa huella de escudriñador de la realidad, que no es otra cosa sino la búsqueda de la justicia, y además ahora se nos da una higa escribir buen castellano, o buen catalán, ¿para qué carajo estamos? Desengañémonos: el mayor problema del periodismo es el miedo. No a las nuevas tecnologías, sino a los viejos poderes.