JAVIER TORROX.
Me dirijo a ti, lector, que no buscas en la Zarzuela al responsable de tu ruina y de la que te rodea. Me dirijo a ti, lector, que acertadamente señalas al Gobierno, a los partidos estatales, a la economía y al empeño del sol en aparecer cada día por Oriente. Pero no dejes que, al señalar, tu dedo olvide lo que tu mente sabe. Me dirijo a ti, lector, que exoneras de toda responsabilidad al monarca, a Juan Carlos, al sucesor del dictador Franco a título de rey.
Hace 50 años siempre había alguien presto a disculpar al dictador con la peregrina y ridícula afirmación de que en realidad los que hacían las cosas mal eran los miembros del Gobierno, pero que el dictador nada sabía de los abusos del poder omnímodo de la dictadura. Hoy sucede lo mismo. Lo que los cobardes y pusilánimes decían ayer de Franco para justificar su incuestionada permanencia en el poder es el mismo discurso que hoy se oye para exonerar de toda responsabilidad al rey Juan Carlos.
Los españoles comienzan a despertar. Si algo puso de manifiesto la jornada de huelga general del pasado 14 de noviembre es el distanciamiento existente entre los sindicatos estatales y los ciudadanos. Los dos grandes sindicatos, UGT y CCOO, se arrogan la representación de todos los trabajadores al tiempo que están a sueldo del Estado con dinero procedente de nuestros impuestos; pero el día de paro convocado constataron que la percepción que de ellos tienen los ciudadanos está más cerca de su realidad de sindicatos a sueldo del Estado que de la imagen de defensa de los intereses de los asalariados que cantan en su embustera propaganda.
Sirva esto tan sólo de ejemplo, de muestra de la existencia de una incipiente conciencia política española que, ahora sí, comienza ya a cuestionar el statu quo de este régimen heredero de la dictadura franquista. No obstante, esta nueva voluntad de no dejarse engañar se encuentra en no pocas ocasiones con un muro que combate esta recién adquirida conciencia del estado de cosas que nos rodea. Ese muro -levantado con los ladrillos de la propaganda adicta- no es otro que una imagen idealizada del sucesor de Franco a título de rey.
Los ciudadanos identifican al instante que los partidos estatales tienen una gran responsabilidad en la gravísima situación económica en la que nos encontramos, así como en el auge de sentimientos independentistas de ciudadanos de distintos territorios. Contumaces como mulo viejo, los dirigentes de las facciones políticas integradas en el Estado nada hacen para poner remedio a los problemas derivados de la crisis económica que ha generado la corrupción generalizada de los órganos estatales. Los mismos a los que la prensa adicta presenta fraudulenta y sistemáticamente como garantes de la democracia (léase partidos, sindicatos y patronal, todos ellos subvencionados por el Estado) cuando en realidad son unas instituciones que ponen todos sus medios al servicio de su propia perpetuación como órgano estatal. Estos órganos estatales son los mismos que, pusilánimes, oponen ofrecimientos de diálogo a las semillas del fascismo, el nacionalismo. Son los mismos que, tras saquear las cajas de ahorros,
llevan a cabo la estafa perfecta: pretenden que seamos los ciudadanos los que nos hagamos cargo de pagar un préstamo de 106.500 millones de euros para sanear unas cajas quebradas y reconvertidas en bancos; y para ello se amparan en leyes que ellos mismos elaboran y ejecutan, ¡hasta han modificado la carta otorgada que llaman Constitución para esclavizarnos a pagar esta deuda!
Con todo ello, una gran parte de la sociedad civil discierne sin dificultad -y, lamentablemente, en silencio- la grave responsabilidad de partidos, de sindicatos, de patronal y de los intelectuales subvencionados que justifican este régimen atroz. Cualquier niño sabe, ya desde corta edad, que todo poder es consustancial a la responsabilidad resultante de su ejercicio. Quizá un niño no lo exponga así, pero sabe que sus acciones tienen consecuencias y que éstas proceden de sus actos. Pretender lo contrario entra en conflicto con los más elementales principios de la moralidad. Ponerlo por escrito y dotarlo de fuerza constitucional es el escarnio de la moralidad pública, es la indecencia elevada al rango de la Ley.
¿Te asombras, acaso, lector? Este régimen en el que vives establece el privilegio de no responsabilidad para el monarca. Vivimos entre los hediondos escombros de la monarquía absoluta. Y, al igual que otras formas de corrupción, la voluntad de poder sin la responsabilidad de su ejercicio ha descendido verticalmente desde la Jefatura del Estado hasta los demás órganos que lo componen. Esta es la razón por la que los delincuentes del Estado se sienten legitimados para permanecer en sus cargos con independencia de la inmoralidad de sus actos o del procesamiento que de éstos se pudiera derivar.
Esta es, pues, la aspiración de todo partidócrata: la impunidad, el ejercicio del poder eximidos de la responsabilidad inherente a su propio ejercicio. Y les ha ido bien, aunque el fin de la canalla del Estado está tan cerca como la llegada de la deseada democracia con la que se separarán los poderes y los ciudadanos contarán con representación.
Sin embargo, incomprensiblemente, muchos son los que se apresuran a afirmar que el monarca sólo pasaba por aquí, que él nada tiene que ver con la situación de miseria, servidumbre, humillación, incertidumbre y desesperanza en la que se ven millones de ciudadanos a causa de este deleznable régimen totalitario. Esta afirmación es escandalosa, de una inmoralidad inaceptable en una sociedad moderna. Se antoja inconcebible bajo cualesquiera circunstancias, pero ¿cómo es posible que una Nación al borde de la ruina económica y de su propia destrucción pueda exonerar de toda responsabilidad en ello al Jefe del Estado?
A un Gobierno se le pueden exigir cuentas por las acciones que le son propias al Gobierno porque no puede haber poder sin responsabilidad: quien tiene un poder también tiene la responsabilidad de su ejercicio. Los serviles partidos estatales podrán establecer todos los privilegios de no responsabilidad jurídica del monarca que deseen. Pero no hay Ley que le exima de la responsabilidad moral del ejercicio de su poder ante los ojos de la Historia y de los ciudadanos. En otras palabras, podrá escabullirse de su responsabilidad con vergonzosos privilegios hechos a medida, pero la Historia será implacable y lo despreciará como a un nuevo Fernando VII, ambos traidores a su propio pueblo.
Ahora bien, llegados a este punto, ¿no sabes, acaso, lector, dónde mirar cuando buscas al máximo responsable del Estado? Yo te lo diré, habrás de mirar a Juan Carlos, al sucesor de Franco a título de rey. El mismo que traicionó a su propio padre para ser rey. El mismo que se va al extranjero para decir lo que, cobarde, no dice en España. El mismo que está constitucionalmente facultado para el crimen. El mismo que, aún anclado en el más rancio absolutismo, lleva cerca de 40 años imponiendo miembros del Gobierno. El mismo que, a la muerte del dictador, compró la dignidad de los partidos clandestinos con cargos y honores públicos y los integró en el Estado convirtiéndolos en partidos estatales. El mismo que, para conservar la Corona, se humilla públicamente por conductas que nadie daría por buenas en su entorno más íntimo. El mismo que hace pasar a su amante como un cargo público del Estado español ante terceros estados. El mismo que felicita a jeques árabes cuando los jueces archivan sus encausamientos por la violación de ciudadanas españolas. El mismo que recibe yates y ferraris como regalos. El mismo que recibe el aplauso de los partidos estatales cuando la Justicia acusa a su yerno de robarnos a los españoles. El mismo que acumula una fortuna que el New York Times cifra en 1.800 millones de euros sin que el monarca lo desmienta. El mismo del que su clá dice que tal fortuna incluye los bienes que son Patrimonio Nacional, como si los fondos del Museo del Prado fueran de su propiedad particular y no un bien acumulado por la Historia y que pertenece exclusivamente a la Nación, a la reunión de todos los españoles. El mismo que, cómplice, calla cuando los partidos estatales establecen constitucionalmente que los intereses de los bancos extranjeros tendrán “prioridad absoluta” frente a los intereses de los españoles. El mismo que calla cuando el Gobierno endeuda a la Nación para las próximas décadas para que seamos los ciudadanos los que paguemos con nuestros impuestos el saqueo de las cajas de ahorro y los agujeros de los bancos. El mismo al que, aquiescente, poco importa que los banqueros no cumplan las leyes y ejerzan la actividad bancaria pese a estar inhabilitados para ello como ha señalado el Tribunal Supremo en un auto hace ya más de dos meses. El mismo que mira para otro lado mientras los españoles carecemos de representación política y de capacidad para elegir a nuestro Gobierno. Un Jefe de Estado que mira para otro lado no es tal, es un canalla. Un Jefe de Estado que impide que los ciudadanos puedan elegir directamente a su Gobierno y, separadamente, a sus representantes es un tirano.
¿Qué ha sido de nosotros? Malhadados tiempos estos en los que los más no sólo soportan gustosos la tiranía, sino que la defienden haciéndola pasar por democracia. Malhadados tiempos estos en los que la simulación y el engaño son la vil aspiración de los mezquinos, que se han multiplicado hasta ser los más. Malhadados tiempos estos en los que se exonera de responsabilidad a quien acumula culpas.
¿Dónde mirarás ahora, ciudadano, cuando busques al responsable de tu ruina y de la que crece a tu alrededor?