RAFAEL MARTÍN RIVERA.
…Ni decoro ni principios. Es mal que afecta a la política y a quienes la habitan. Porque la habitan no la ejercen. Y aún, la ocupan no la sirven. Se llaman políticos pero no son sino burócratas revestidos de mandatos de cuatro años, de ida y vuelta, que entran por la trastienda del amiguismo de partido y salen por la puerta principal institucional con halo de dignidad togada. Ahora lo llaman «fenómeno de la puerta giratoria» como si de cosa nueva se tratara, pero es tan antiguo en nuestra historia parlamentaria como los favores bien premiados a quienes han llenado las arcas personales de tiranos oportunistas disfrazados de legitimidad histórica. Tiranos, sí, por romper juramentos y leyes, a cambio de evitar quizás el exilio con los bolsillos vacíos.
Y aquí, lo mismo da, que sean señores o siervos, de partidos o no, de izquierdas o de derechas, conservadores o liberales, socialdemócratas o democratacristianos. Entre sus prioridades anda sólo la hacienda personal y ver su nombre escrito en letras de oro. Venden su alma por treinta monedas de plata y hunden en el fango del populacho palabras que deberían elevarse.
Mas quizás en ese mercadeo de nombre y bolsa, resultará más reprobable la actitud «plebeya» –por carente de virtud– de a quien se le presumía «aristócrata» –en su sentido político y aristotélico–, por haber recibido la educación –paideia– requerida en valores y principios, ética y sentido del decoro –la areté y la kalokagathía– y estando, por ello, llamado a dar ejemplo de respeto a la tradición y a la estética. La «Noblesse oblige». Esto es, la vida como disciplina –la vida noble–, pues la nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos, que dijera Ortega recordando a Goethe: «Vivir a gusto es de plebeyos: el noble aspira a ordenación y a ley».
Y en estas llegamos a nuestro querido tomillar hispánico, que se ha revelado no muy distinto de otros tomillares parlamentarios del entorno transpirenaico, si no fuera por la cantidad y calidad de pillastres y gamberros del más variado pelaje. No hará falta sacar nombres y apellidos para saber de quiénes se habla. Tampoco hará falta entrar en detalles delictivos por hastío, imposibilidad práctica y verdadero asco. Pero sí habrá de denunciarse cómo aquellos que con tono grave y circunspecto hablaban de regeneración moral y ética han hecho gala de ser unos bellacos y lacayos de siete suelas.
Por esos mundos andaban otrora los adalides de la familia –la pusilla respublica en la que, al parecer, se cimentaban las bases de la magna respublica–, vestidos con sus togas romanas y túnicas cristianas, azuzando a las gentes de bien por doquier, ora en defensa del matrimonio ora en defensa del nonato, hasta que alcanzada la magistratura sólo quedó el silencio y el olvido en el Foro de Génova 13, o a lo más alguna frivolidad jurídica proferida por el Notario del Reino, que habrá de alcanzar el marquesado por los favores prestados a la otra «Familia», como otros antes que él. Y es que para el señor Marqués dará lo mismo amar a un loro que a una cacatúa para justificar el matrimonio, siendo lo importante que haya «amor». Romántico y sensiblero se nos ha puesto el jurista de altos vuelos, que junto al concepto de consentimiento habrá de añadir la palabra «amor» en el Código civil. Peor suerte habrá de correr el nonato, que haya de salvar la vida entre una cuestión de plazos y otra de despenalización y supuestos, mientras se argumenta que su aniquilación a quien más daño hace es a su progenitora.
Sin embargo, la vida de quienes se la arrebataron a otros sigue siendo asunto de derechos y libertades por el mero ayuno –o de prevaricación, en caso contrario, según el Ministro de marras–, y diluida la infamia en una «cuestión política», ya nadie sabe quién pactó con quién ni quién mató a quién. Nadie conoce a nadie, pero todos se cruzan por los pasillos del Congreso hablando de respeto democrático y de decisiones judiciales como si tales fueran las del Tribunal Constitucional. Si alguien mencionó alguna vez la cadena perpetua, fue para echarse un farol de mal gusto, y así habremos de quedarnos con la descafeinada «doctrina Parot» –o ni siquiera–, mientras la Fiscalía anda ocupada, de aquí para allá, investigando si algún malnacido hizo o no enaltecimiento del terrorismo, como si no estuviera a la vista de todos en la prensa escrita y gráfica. ¡A toda plana!
Liberales, se hacen llamar –vaya usted a saber por qué– cuando lo único que gustan es de dictar innumerables leyes y decretos sobre la chorrada más nimia en pos de la aniquilación de la aún poco aborrecible vida del ciudadano. De lo dicho nada. Igual que los anteriores: más impuestos, tasas, prohibiciones, regulaciones y subvenciones. Liberales para ellos, que hacen y deshacen cuanto se les antoja, a su conveniencia y gusto, siempre que haya de dejar el consabido beneficio con puerta giratoria o sin ella.
Pues «liberalismo» para estos mercaderes de corral pasa por no ser otra cosa que reconstruir la Sardes, capital de Lidia, que describiera La Boétie en su «Discurso sobre la servidumbre voluntaria», donde el rey Ciro estableciera burdeles, tabernas y juegos públicos, obligando a sus habitantes a hacer uso de ellos. Bonita imagen la de la tan traída y llevada «Marca España». España exportará ese famoso concepto de «culturalidad», que no de cultura, que tantos ingresos por turismo reporta, para erigirse en modelo de «tascocracia excelente» o patio de atrás «Tijuanero» que albergará más casinos, más prostíbulos y más salas de fiesta que ningún otro rincón de Europa. Excelencia, búsqueda de la excelencia –decían–; vaya excelencia la suya, cuando acaban de descubrir por arte de birlibirloque –no por inspección alguna– que para un profesor de primaria, contratado y recontratado, las gallinas son mamíferas y el Ebro desemboca en la calle Serrano.
«Meritocracia», difícil palabro para quien confunde ética y estética, desconoce lo que es decoro y honor, y, al parecer, hubo recibido también pocas letras en la cuna o si las recibió dejó de hacer uso de ellas.