JORGE SÁNCHEZ DE CASTRO.
En el anterior artículo terminaba echando mi cuarto a espadas en defensa de la Ley impersonal, esto es, la que emana de un proceso que ningún individuo ni grupo puede dirigir y que sin embargo es ineludible para todos. Las leyes físicas son impersonales (la lluvia moja, por causas ajenas al hombre, lo mismo al rico que al pobre), pero también lo son muchas leyes económico-sociales, véase la que fija los precios de los bienes en el punto de equilibrio entre incalculables, y por ello impersonales, ofertas y demandas.
Aunque los gestores públicos y sus ideólogos pretenden modificar leyes de la naturaleza, son las leyes económico-sociales las que constituyen el campo de acción preferido del “político demiurgo”. Siguiendo con el neutral sistema de formación de precios, éste es modificado minuto a minuto por la política económica estatal premiando o castigando ofertas y/o demandas. Pero quedémonos con la idea de que existen leyes físicas y no físicas impersonales.
¿Se puede aplicar el criterio de justas a las leyes impersonales? ¿Se puede definir como “justa” la ley biológica que nos permite nacer y nos conduce a la muerte? ¿Es la competencia que sanciona el éxito empresarial una ley económica justa? Si por ley justa se entiende la redistribución de beneficios y cargas según criterios preestablecidos ideológicamente, es obvio que nada hay más injusto que una ley impersonal que no hace distingos entre unos y otros. Si por el contrario la justicia de una ley reside en su aplicación universal de forma inevitable, la ley impersonal es la realización misma de la idea de justicia.
Teniendo en cuenta lo anterior podemos avanzar un paso: la existencia de y el respeto a la ley impersonal es indisociable del concepto de honestidad, pues un hombre honesto es el que se somete a la igualdad de la ley por ser su contenido imparcial. El sentido común, la honestidad intelectual, serían el resultado de admitir que las consecuencias de aplicar una ley impersonal son siempre justas, con independencia de que nos beneficien o no, pues los efectos de las mismas no dependen de la voluntad de un grupo o de una oligarquía.
Sin embargo, cuando las leyes se hacen “a favor de”, el sentido común nos dice que cabe todo, incluida la deshonestidad, con tal de ser los beneficiarios de la ley “particular”, “especial” o “personal”. Es así como la ley se convierte en intolerable, por injusta, para los no afortunados porque ¿cuál es el criterio de justicia por el que se premia a unos y a otros no?, ¿dónde se encuentra la razón del agravio comparativo? El político contemporáneo contestará a estas preguntas afirmando que la justicia del Estado son sus “buenas intenciones”. Y esas intenciones no son otras que acabar con el Mal, Dios sepa lo que esto fuere para cada aspirante a predicador.
Acabáramos. Toda la legitimidad para el Estado porque sus temporales administradores con vocación de permanencia se sienten capaces de poner fin a nuestros nada originales pecados. Veamos los resultados de tan benefactora pasión:
- Después de que Hobbes idease el Leviatán como remedio para desterrar la maldición del “homo homini lupus”, tres siglos más tarde idéntica maldición cabalga a lomos del Estado caníbal que acicatea la lucha de todos contra todos para conseguir sus favores.
- En un presunto sistema democrático donde la ley tiene la obligación constitucional de ser expresión de la supuesta voluntad general, aquélla se ha convertido en la resultante de las distintas presiones que recibe a diario la oligarquía que detenta el Poder.
Enhorabuena. Su bonhomía ha conseguido un Estado prehobessiano, un Estado arbitrario, un Estado caníbal, en suma. Si en algún momento de íntima franqueza los responsables intuyen que se han equivocado, no deberían dudarlo: lo han hecho sin reparar en gastos. Quizás sean dignos de obtener el perdón porque “no saben lo que hacen”. Las leyes impersonales, sí.