JORGE SÁNCHEZ DE CASTRO.
Uno de los principios jurídicos esenciales para el bien común es el de la “igualdad ante la ley”. Su bien merecida fama se debe a que su estricta observancia asegura la libertad. La libertad de todos no es un problema de ausencia de limitaciones a la voluntad individual, pues obedecer sólo a los dictados de cada uno es imposible en sociedad al exigir ésta para su supervivencia unas normas de obligado cumplimiento que impidan la guerra de todos contra todos.
No obstante, la obediencia a las leyes lo que provoca es la libertad del sujeto pasivo: le libra de la opresión de los otros y le garantiza su libertad, pues cumpliendo las leyes no tiene que obedecer a nadie más. Por tanto, la única garantía de que dispone el hombre contra el despotismo de sus semejantes y contra la arbitrariedad de los poderes públicos es la ley que le prescribe las reglas que debe respetar. Haciéndolo, su horizonte es la libertad. De ahí el prestigio de la máxima jurídica de “igualdad ante la ley”.
Dejando sentado lo anterior, el hecho de que la aplicación de las leyes deba ser igual no nos libra del problema de determinar el contenido de esas leyes. Si siempre resulta difícil encontrar qué leyes son las que preservan la libertad, no lo es en absoluto comprobar que las leyes que pretenden “hacer justicia” destruyen la libertad. Y la destruyen no sólo por el hecho de que pretenden beneficiar a uno en perjuicio de otro, sino porque la razón de elegir al beneficiario se basa en última instancia en el banal motivo de su proximidad al benefactor, pues sólo se mejora al que tenemos delante, sólo se puede paliar el dolor de quien oímos su queja.
¿Pero acaso compensar al próximo es lo que exige el bien común? ¿Acaso mantener un centenar de puestos de trabajo subvencionados en una actividad industrial obsoleta no castiga el patrimonio de miles? Por tanto, lo que convierte en inaceptable la promoción expresa de determinadas personas y colectivos y de otros no, es el hecho de que la actividad legal en pos de una determinada idea de justicia no conoce ni puede conocer si el resultado de su aplicación provocará más daños que ventajas.
En términos de la teoría de la acción racional diríamos que las leyes que se reclaman “justas” porque compensan supuestas desigualdades son incapaces de probar que cumplen el óptimo de Pareto, esto es, que mejoran al menos a una persona, sin perjudicar al resto. Y esto se debe no tanto a la maldad intrínseca de la clase política que administra el Estado, sino a la limitación racional de cualquier hombre o conjunto de ellos, para manejar toda la información necesaria y calcular el coste o beneficio neto de las leyes dizque “justas”. Ante esta dificultad insuperable el remedio es beneficiar al más cercano, al más poderoso: ora el sindicato del metal, ora los criadores de toros de lidia.
Esta sencilla argumentación echa por tierra las ínfulas justicieras de nuestro Estado caníbal, pues cuanta más justicia pretende lograr más desafueros comete, cuanta más libertad pretende conseguir más coacción necesita aplicar. Huelga decir que en este contrabando de valores entre justicia e igualdad ante la ley, donde ésta última cede ante las exigencias de hacer la justicia caiga quien caiga, la libertad termina apaleada, moribunda y sacrificada en el altar presidido por la consigna “dar a cada uno lo que le corresponde”, donde “lo que le corresponde” se sabe lo que es hoy pero no lo que será mañana.
En suma, sometidos al Estado caníbal disfrazado de forajido bienhechor, nadie quiere ser igual ante la ley, pues nuestro único anhelo es ser merecedores de los privilegios de la “ley Robin Hood”. Dado que no hay legislación que nos defienda de la arbitrariedad del Poder, nos acercamos al Poder con la esperanza de ser los beneficiarios de su arbitrariedad, hoy denominada con el eufemismo de “soberanía de la voluntad popular”. ¿Queda alguna posibilidad para los hombres libres?. Sí, la defensa de la Ley impersonal, la que emana de un proceso que ningún individuo ni grupo puede dirigir y que sin embargo es ineludible para todos. En estos tiempos sería calificada de injusta por naturaleza al tratar a todos por igual.