En cuestiones de memoria histórica los franceses pueden ser tan farsantes como nosotros. Al analizar, por ejemplo, el colaboracionismo (generalizado) durante la ocupación alemana, se hicieron los sartreanos y catalogaron a los colaboracionistas según la diferencia entre malvados (que habían hecho el mal porque sí: gusto, capricho…) y canallas (que habían hecho el mal para sacar tajada), que es una guía que aquí podría aplicarse al golpismo catalán.
Este golpismo no es nacionalismo, sino estatalismo: el gran taurino Companys no proclamó la independencia de Cataluña, sino la República Catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica, o sea, la República federal que sueña el periódico global.
Los anacoretas de Egipto estaban ebrios de Dios y los golpistas de Cataluña están ebrios de Estado.
Nacionalismo, en cambio, sería lo que antes llamábamos patriotismo, complicado, dicho por Pemán, “con un poco de filosofía”. O, dicho por Bobadilla, complicado “con literatura o cagarrutas de chivo”.
Nacionalismo, en fin, sería aquel I Encuentro Luso-Español del 83, glosado por José-Miguel Ullán, que describe al poeta (ojo al acento) Fèlix Cucurull cargado de telegramas de covachuelas catalanistas para pedir la retirada de “español” del título de la merienda, petición apoyada por los representantes de la poesía gallega Pilar Vázquez y Manuel María.
–Cuando creía haberse llegado al acuerdo de poner “ibérico” donde antes rezaba “luso-español”, Pilar Vázquez alegó que los gallegos no eran ibéricos, sino celtas, quedando la cosa en I Encuentro de Poesía Peninsular.
Manuel María acusó en verso a la clase media de imitar “las modas que imponen en Madrid”, y ya todo eran denuncias: “Opresión de la literatura vasca, gallega y catalana; necesidad de no menospreciar el bable y l guanche; esbozo de imponer el término ‘insular’ para no desentenderse de las Azores, Canarias y Baleares; preocupación por las plazas adyacentes: Ceuta y Melilla”.
Esto, en el 83.