ARMANDO MERINO.
La religión católica es probablemente la influencia espiritual más grande en el desarrollo de la música en particular y del arte en general en occidente. Un gran número de las mayores obras de arte desde la Edad Media hasta nuestros días están basadas en temas o bajo la influencia de la religión católica: catedrales, iglesias, pinturas, esculturas y, por supuesto, una rica literatura musical que abarca todo tipo de géneros: Misas, Oratorios, Pasiones y Funerales. De hecho, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la música occidental tal y como la conocemos hoy en día tiene un origen religioso: el Canto Llano, o como se le conoce popularmente, el Canto Gregoriano.
Este canto monódico tan conocido tuvo como función principal embellecer las palabras de la liturgia, para que el mensaje religioso llegase con una fuerza expresiva mayor a los oyentes de la misa. Pronto se comprobó que musicar los textos de la Biblia otorgaba un sentido espiritual mucho más intenso a su lectura, haciendo de la liturgia una experiencia trascendental, una experiencia que acerca al oyente a la vivencia de Dios.
Esta disciplina, que aparece en Roma y se empieza a practicar desde el Siglo IV se expandió enseguida por toda Europa; en cada centro eclesiástico se formaron coros y capillas que se ocupaban del embellecimiento musical de la liturgia. Muy pronto se formó un mapa musical europeo, en donde en cada ciudad o centro religioso se embellecía la liturgia de forma distinta, es decir, las melodías que se utilizaban tenían características diferentes. Los repertorios cristianos más importantes se establecieron en Roma (canto romano antiguo), París (canto galicano) y Milán (canto ambrosiano). Esta diversidad musical dio lugar a multitud de intercambios entre los cantores y maestros de capilla de las diferentes ciudades, lo que propició un enriquecimiento y una riqueza que es difícilmente imaginable hoy en día.
Lejos de lo que pudiera parecer, los compositores, todos anónimos, de la Edad Media fueron mucho más creativos de lo que pudiera parecer. Tal es el caso de las antífonas del Magnificat del Antifonario de Hartker, datado en torno al año 1000.
El magnificat es un cántico que se interpreta cada día del año litúrgico en el oficio de Vísperas; dicho cántico va precedido de una antífona que sirve, además, para indicar a los cantores que tono deben recitar los textos del Magnificat. En los días previos a la Navidad, del 17 al 23 de diciembre, los íncipits de las antífonas son los siguientes:
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Día 17: O Sapientia…
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Día 18: O Adonay…
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Día 19: O Radix lesse…
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Día 20: O Clavis David…
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Día 21: O Oriens…
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Día 22: O Rex gentium…
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Día 23: O Emmanuel…
Si formamos un acróstico con la primera letra que va a continuación de la exclamación “O” en sentido contrario a su aparición, es decir, empezando por el día 23 y acabando el 17 podremos formar la frase: ERO CRAS, que en latín quiere decir: “mañana estaré”. Si pensamos que la última de estas antífonas se dice el día 23 de diciembre, y que el Niño Jesús nace el 24, podemos fácilmente pensar, como hemos apuntado anteriormente, que los compositores medievales fueron en su concepción musical y espiritual mucho más lejos que la simple composición de melodías para embellecer el texto litúrgico.
Independientemente de las creencias religiosas particulares, es evidente que la inspiración cristiana ha dado lugar a un buen número de obras maestras de la historia de la música. Bach, Mozart, Beethoven, Mendelssohn, Bruckner y un largo etc. compusieron música sacra que pertenece hoy en día y por derecho propio a las grandes obras de todos los tiempos. Quién sabe si hubieran sido posibles tan elevadas creaciones sin la inspiración cristiana de sus autores, lo que es seguro es que serían de naturaleza distinta y que el tema navideño, es decir, el nacimiento del Niño Jesús es una fuente continua de inspiración para todos los grandes maestros, desde los anónimos compositores del antifonario de Hartker en el año 1000 hasta nuestros días, pasando por Bach-con su celebrado Oratorio de Navidad BWV 248-, Händel (el Mesías), Mendelssohn (los motetes de navidad) y ya en el siglo XX Hugo Distler con su Weihnachtsgeschichte (historia de navidad).