Las mujeres, en la Historia del Antiguo Testamento han tenido el don de la profecía, han profetizado en muchas ocasiones a cerca del futuro. La historia de María Magdalena ha sido otro gran engaño a la humanidad. Paso a glosar esta astucia mal contada de la vida de Jesús de Nazaret, vida que tanto me atrae como habrán podido comprobar, por otros escritos, en el episodio de Simón el fariseo que se encuentra en Lucas 7:36. A juzgar por el lugar significativo que este suceso ocupa en la narración de San Lucas, parece que pudo haber ocurrido el mismo día de la visita de los mensajeros de Juan. Jesús aceptó la invitación del fariseo, así como había aceptado las invitaciones de otro, incluso aun las de los publicanos y aquellos que los rabinos tachaban de pecadores. Según parece, su recibimiento en la casa de Simón se vio algo desprovisto de calor, hospitalidad y atención respetuosa. La narración indica que el anfitrión actuó con cierta condescendencia.
Era la costumbre de la época tratar a un huésped distinguido con atenciones especiales: recibirlo con un beso de bienvenida, proveerle el agua para lavarse el polvo de los pies, y aceite para la unción del cabello de la cabeza y de la barba. Simón había hecho caso omiso de todas estas cortesías.
Jesús tomó su lugar, probablemente sobre uno de los divanes o lechos en que solían acomodarse o medio sentarse para comer. En esta posición, los pies de la persona quedaban fuera de la mesa. Aparte de estos hechos relacionados con las costumbres de la época, también deberá tenerse presente que no había ese derecho de propiedad privada que hoy conocemos para proteger las casas contra la intrusión. En aquellos días no era cosa fuera de lo común en Palestina que un visitante y hasta un desconocido —en general hombres, claro—, sin embargo, entrasen en una casa a la hora de la comida, observasen lo que estaba sucediendo y aun se pusieran a conversar con los huéspedes, y todo esto sin que hubieran sido llamados o invitados.
Dice la narración que entre aquellos que llegaron a la casa de Simón mientras estaban comiendo, iba una mujer; y la presencia de una mujer, aunque no era precisamente una impropiedad social, sí era algo fuera de lo común y algo difícil de impedir en tales ocasiones. Pero esta persona era de la clase caída, una mujer que había sido «impúdica» y que ahora tenía que soportar, como parte del castigo de sus pecados, el desprecio exterior y el ostracismo tácito de aquellos que se preciaban de ser moralmente superiores.
Se acercó a Jesús, a espaldas de Él, y se inclinó para besarles los pies, en un acto a todas luces de humildad por parte de ella y homenaje respetuoso para Él. Pudo haber sido una de las que habían escuchado sus palabras de gracia, posiblemente dichas ese mismo día: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar». Cualquiera que haya sido su motivo, ciertamente llegó en un estado de arrepentimiento y profunda contrición.
Al inclinarse sobre los pies de Jesús, los bañó con sus lágrimas. Aparentemente sin reparar en el lugar donde se encontraba o en los ojos que vigilaban sus movimientos con desaprobación, se deshizo las trenzas y secó los pies de Jesús con su cabello. Entonces, abriendo un frasco de alabastro con perfume, se los ungió, como haría un esclavo a su amo. Sin reproches o interrupción, Jesús graciosamente permitió que la mujer continuase su humilde servicio, inspirado por la contrición y amor reverente. Simón había estado observando todo aquello; de alguna manera se había enterado de la clase de mujer que era, y aunque no en alta voz, pensó dentro de sí: «Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora». Jesús entendió los pensamientos del hombre, y le habló de esta manera: «Simón, una cosa tengo que decirte», a lo cual el fariseo respondió: «Di, maestro». Jesús continuó su argumento diciendo: «Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?». No había sido una respuesta que lógicamente correspondiera, y fue la que dio Simón, aunque al parecer con alguna vacilación o reserva. Posiblemente temía verse comprometido. «Pienso —dijo— que aquel a quien perdonó más». Jesús lo confirmó: «Rectamente has juzgado », y entonces añadió: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite, mas ésta ha ungido con perfume mis pies».
El fariseo no pudo menos que notar aquella observación tan directa que se le hizo por haber prescindido de los ceremoniales más comunes de respeto hacia un invitado especial. La lección de la historia había hallado su aplicación de él, así como la parábola de Natán había hecho que el rey David se condenara a sí mismo con su respuesta. Por lo cual —siguió diciendo Jesús— te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama». Entonces se volvió a la mujer y le habló: «Tus pecados te son perdon ados». Simón y los otros que estaban a la mesa murmuraron dentro de sí: «Quién es éste, que también perdona pecados?». Entendiendo su protesta silenciosa, Cristo se dirigió de nuevo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, ve en paz». La última parte del relato evoca otra ocasión en que Cristo concedió la remisión de pecados, y por motivo de la oposición que se manifestó en los pensamientos de algunos oyentes —oposición no menos efectiva a pesar de no haberse expresado verbalmente—, había complementado su afirmación autoritativa con otro pronunciamiento. No se ha escrito el nombre de esta mujer que vino a Cristo en la forma ya narrada, y cuyo arrepentimiento fue tan sincero que ganó para su alma agradecida y contrita la seguridad de la remisión de sus pecados. No hay ninguna evidencia de que ella figure en algún otro acontecimiento asentado en las Escrituras. Ciertos escritores la han representado como María de Betania, la que, poco antes de la traición de Cristo, ungió la cabeza de Jesús con perfume de nardo, pero hallamos que esta identidad supuesta carece de todo fundamento, y empaña con una sospecha injustificada la vida anterior de María, la devota y amorosa hermana de Lázaro. Igualmente erróneo es el esfuerzo que han hecho otros de identificar esta «pecadora» arrepentida y perdonada con María Magdalena, cuya vida, en lo que a las Escrituras concierne, nunca se vio manchada por el pecado de la inmoralidad. La importancia de evitar la comisión de errores respecto de la identificación de estas mujeres dicta la prudencia de añadir algunos párrafos adicionales a lo que ya se ha dicho. En el siguiente capítulo del que contiene la relación de los acontecimientos que hemos estado considerando, San Lucas dice que Jesús anduvo por toda la región visitando todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio de Dios. En este viaje lo acompañaron los Doce y también «algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades; María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Chuza, intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes». Se hace referencia adicional a algunas de estas mujeres honorables, o a todas ellas, al hablar de la muerte, sepultura y resurrección de Jesús, y se hace particular mención de María Magdalena. Esta María, cuyo segundo nombre probablemente deriva de Magdala, su pueblo natal, había sido sanada, por intervención de Jesús, de sus aflicciones físicas así como mentales, causadas, éstas, por la presencia de espíritus malignos. Nos es dicho que Cristo había echado siete demonios de ella, pero ni aun en tan grave aflicción encuentro justificación para afirmar que esta mujer no fuese virtuosa. María Magdalena llegó a ser una de las amigas más íntimas que Cristo tuvo entre las mujeres; y su devoción hacia Él, en calidad de su Sanador y Aquel a quien adoraba como el Cristo, fue invariable; ella se acercó a la cruz mientras las otras mujeres se pararon lejos en los momentos de su agonía mortal; fue una de las primeras en llegar al sepulcro en la mañana de la resurrección, y el primer mortal en ver y reconocer a un Ser resucitado, su Señor, a quien amaba con todo el fervor de la adoración espiritual. Decir que esta mujer, escogida de entre las demás para ser merecedora de tan distintivos honores, fue en un tiempo una perdida, su alma cicatrizada por el fuego de una lascivia impía, es contribuir a la perpetuación de un error para el cual no hay excusas. Sin embargo, la falsa tradición que surgió de una su posición antigua en injustificada —de que esta noble mujer, tan distinguida amiga del Señor, es la misma que, con fama de pecadora, lavó y ungió los pies del Salvador en la casa de Simón el fariseo y recibió la gracia del perdón por medio de su contrición— se ha aferrado tan tenazmente al pensamiento popular con el transcurso de los siglos, que el nombre Magdalena, se ha convertido en designación genérica de la mujer que pierde su virtud y más tarde se arrepiente. Falsamente se le imputa a María Magdalena la capacidad por naturaleza de pecar, el hombre es incapaz de medir los límites o sondar las profundidades del perdón divino; y si es que María de Magdala y la pecadora arrepentida que hizo este servicio a Jesús mientras se hallaba a la mesa del fariseo fueron la misma, la pregunta se contestaría afirmativamente, porque aquella mujer que había sido pecadora fue perdonada. Lo que estamos tratando es la narración bíblica como la historia, y en ella no hay nada que justifique la verdaderamente repugnante pero común imputación de falta de castidad al alma devota de María Magdalena.
Fotografía: María Magdalena de la película “La Pasión” de Mel Gibson
Rosa Amor del Olmo