Cuando la aclamada serie televisiva Mad Men llegó a su fin, muchos críticos se apresuraron a emitir sus sentencias, a destilar las esencias de su mensaje, su evidente simbología. No faltó quien afirmó que Mad Men era, por encima de todo, una serie sobre las mujeres; es decir, sobre el machismo y, también, el capitalismo desenfrenado que marcó una época, la que va de los años 60 a los 70. También hubo quien señaló que el personaje protagonista, Don Draper, “era un perdedor con aspecto de todo lo contrario”. O, como explicaba otro agudo observador, Mad Men retrataba “un universo de ambición, de vanidad, de lucha por el poder, de desencanto, infelicidad o frustración en un mundo machista en el que los personajes más interesantes son femeninos”.
Así, unos y otros, emitieron opiniones que, sumadas, componían una enmienda a la totalidad de una época, como si todo en ella hubiera sido un inmenso error, y como si para quienes la vivieron, retratados como racistas, machistas, bebedores compulsivos, fumadores empeñados en morir de cáncer de pulmón, mujeres sojuzgadas o, peor aún, madres alienadas, la felicidad hubiera sido un imposible categórico.
En medio de este atronador consenso, plantear siquiera la probabilidad de que nuestros padres pudieran haber sido en algunos aspectos más felices de lo que nosotros seremos nunca, era una blasfemia. Al fin y al cabo, se trataba de proyectar una imagen maniquea, muy típica de nuestro tiempo, que incurría en la paradoja del historiador; es decir, juzgar el pasado en base a las reglas imperantes en el presente.
Por más que su estética vintage causara furor, Mad Men no rendía tributo a aquella época, sino a los dogmas actuales. A pesar de una fotografía luminosa y saturada de color, era un cuadro tenebrista: el triunfador era un ser atormentado, la belleza no era suerte sino desgracia y la riqueza no era fruto del esfuerzo y el talento sino de la avaricia y el engaño.
Con todo, lo más significativo es que dejaba en el cajón dos décadas clave, los 80 y los 90, donde, para bien o para mal, no sólo se ajustaron cuentas con ese pasado, sino que, sobre todo, tuvo lugar la gran transformación que las series televisivas no relatan. Y de eso va esta pieza, de revelar algunos secretos que pueden ayudarnos a entender por qué Occidente parece haber descarrilado.
Galopando furiosos a lomos de la revolución tecnológica
Viajemos tres décadas atrás en el tiempo, concretamente hasta el año 1983, y visualicemos un tablero de dibujo de un blanco inmaculado donde, además de la inevitable regla paralela, se amontonan rotuladores, Rotring, lapiceros, la goma de borrar Staedtler, papel para bocetos, cartulinas y los omnipresentes X-acto y Spray Mount. Estas eran las sofisticadas herramientas en el departamento de Arte de una agencia de publicidad, prácticamente las mismas que los chicos de Don Draper usaban para idear sus campañas en los 60.
Mientras esta era la tecnología punta, un joven californiano revolucionaba la informática: su empresa, que había echado a andar en un garaje (solo por esto, hoy estaría en los juzgados y no en el salón de la fama), había puesto en circulación con éxito el Apple II, el canon de lo que debía ser una computadora personal. Y se disponía a lanzar un nuevo ordenador personal capaz de editar textos con una razonable diversidad de tipografías.
Fue el 24 de enero de 1984 cuando Apple presentó el Macintosh con un spot emitido en la final de la Super Bowl e inspirado en 1984, la genial novela de George Orwell. Desgraciadamente, su precio final resultó desorbitado. Y tuvieron que transcurrir todavía algunos años para que aquella máquina revolucionara el mundo de la autoedición; y de paso, convirtiera el ordenador personal en la piedra angular de una prodigiosa revolución tecnológica.
Fue el principio del fin o el final del principio, depende del punto de vista. Muchos profesionales no sobrevivieron al cambio tecnológico que llegaría poco después. Los ilustradores, que hasta entonces habían vivido su época dorada, empezaron a ser prescindibles; también los fotógrafos: los infografistas les reemplazaron. En cuanto a los especialistas en bocetos dibujados a mano, fueron literalmente borrados del mapa. De hecho, un día un creativo se topó con un colega de cierta edad que dormía al raso en el banco de un parque.
Los perfiles tecnológicos empezaron a estar en todas partes, incluso en puestos para los que, en realidad, no estaban capacitados. Pero no importaba; dinero y tecnología eran ya inseparables.
Sin embargo, mientras unos perdieron, otros ganaron. En las agencias empezaron a desembarcar jóvenes que, con un Mac, hacían el trabajo de varios profesionales. Después vino la avalancha que terminaría acuñando la antológica frase “¿estudias o diseñas?”.
No fue más que el principio. La tecnología siguió evolucionando y tomó impulso. Internet se universalizó y, con ella, nuevas formas de trabajar que requirieron algo más que dominar un par de aplicaciones. Los perfiles tecnológicos empezaron a estar en todas partes, incluso en puestos para los que, en realidad, no estaban capacitados. Pero no importaba; dinero y tecnología eran ya inseparables. No hacían falta grandes genios, ni siquiera gente formada en todos los aspectos; la tecnología parecía compensar cualquier carencia.
Cierto es que esta transformación supuso innumerables ventajas. Nos permitió hacer cosas que ni siquiera habríamos imaginado un puñado de años antes… pero también tuvo consecuencias adversas. Y estas no fueron solo los dolorosos costes de reciclaje de mano de obra.
Durante años se ha hablado mucho de la burbuja financiera, pero muy poco de una burbuja política que no sólo consistió en el incremento de estructuras, cargos públicos y prebendas, sino muy especialmente en la tecnificación de la acción legislativa. La asombrosa capacidad con que las nuevas tecnologías permitían recolectar grandes cantidades de información, generar estadísticas y proyecciones, establecer varianzas y probabilidades, potenciaron el economicismo y el cientificismo sociológico. Los datos, convenientemente ordenados e interpretados, se constituyeron en las nuevas verdades, en paradigma de una “justicia cósmica”.
La otra revolución
A toque de silbato, los ingenieros sociales se lanzaron en tromba a escudriñar sin descanso las sociedades, buscando desequilibrios, ineficiencias, errores… injusticias; refutaron creencias, convicciones, apreciaciones subjetivas, costumbres, preferencias, instintos, gustos o, simplemente, elecciones racionales que, de un día para otro, pasaban a ser ineficientes, perjudiciales o, incluso, inmorales. Promovieron nuevas políticas no porque fueran “correctas” o “buenas” sino porque, supuestamente, estaban basadas en la evidencia.
Paralelamente, en los círculos políticos, el lenguaje de “bien” y “mal”, “correcto” e “incorrecto”, fue reemplazado por la expresión: “La investigación muestra…” De esta forma, los politólogos penetraron en la esfera privada de las personas como elefantes en una cacharrería, inasequibles al disgusto de millones de individuos a quienes, sencillamente, no consideraban capacitados para entender la mecánica cuántica de un nuevo mundo que, claro está, sólo ellos comprendían. Es cierto que no se comportaron como chamanes (como los actuales populistas), pero tampoco como exploradores: ejercieron de conquistadores.
También en la política, quienes dominaron las herramientas tecnológicas y aprendieron a acumular e interpretar ingentes cantidades de datos, se constituyeron en la nueva intelligentsia. El tradicional liderazgo, que el ciudadano común conocía, se disolvió en un océano de cifras, de estadísticas agregadas, de teorías que un enjambre de tecnócratas, politólogos y economistas elevaron a la categoría de verdades científicas.
Los politólogos, por más que apelaran al empirismo, actuaron como ideólogos, no como científicos.
Pero había una falsedad de fondo. La ciencia se basa en la prueba y el error, de lo contrario no es ciencia. Resolver una ecuación es despejar su incógnita, no prohibirla. Además, como bien señaló Popper, el conocimiento no es más que una diminuta tela de araña en un universo infinito de desconocimiento. Por eso, la dinámica de la ciencia la lleva a refutarse a sí misma. Y lo que hoy es una certeza, mañana seguramente resulte falso. Por el contrario, la ciencia política estableció su ideal del progreso en base a premisas irrefutables; es decir, los politólogos actuaron como ideólogos, no como científicos. Politizaron la ciencia y convirtieron el progreso en un dogma, en una nueva religión obligatoria, lo cual resultaría desastroso tal y como hoy estamos empezando a comprobar.
Como explicaba Furedi, convertir la ciencia en árbitro de la política y del comportamiento humano sólo sirve para confundir las cosas. La ciencia puede proporcionar datos sobre la forma en que funciona el mundo, pero no puedo decir mucho sobre lo que todo esto significa y lo que debemos hacer al respecto. Así pues, quienes insisten en el tratamiento de la ciencia como una nueva forma de verdad revelada deberían recordar las palabras de Pascal: “Sabemos la verdad, no sólo por la razón, sino también por el corazón”.
De los genios a los ‘expertos’
Más allá de los nuevos dogmas, que series como Mad Men instalan en la mente de los espectadores, si algo podemos concluir del periodo que va de Don Draper, a Steve Jobs y, de ahí, a la dictadura de los técnicos, es que hay una sustancial diferencia entre los genios que pusieron en marcha la revolución tecnológica y los expertos que proliferaron gracias a ella: los genios nos dieron los dados, los expertos los trucaron.
Fue el propio Steve Jobs quien afirmó que cambiaría, si pudiera, toda su tecnología por una tarde con Sócrates. Y con eso lo dijo todo. Por el contrario, si los expertos pasaran una tarde a solas con el ilustre filósofo, posiblemente aprovecharían para asesinarle y ocultar el cadáver; es decir, jamás renunciarán a su artilugios, menos aún a sus dogmas. Seguirán insensibles al disgusto de millones de individuos, incapaces de negociar, de aflojar el dogal, de buscar cuando menos un punto de equilibrio entre su utopía cientificista y una parte sustancial de la sociedad que se está demostrando inasequible a la justicia cósmica. Quizá por esta intransigencia hoy estemos abocados a una polarización creciente, a un choque de trenes de consecuencias impredecibles.