Rafael Martin Rivera

RAFAEL MARTÍN RIVERA

 Es de todos sabido que si por algo se caracterizan nuestras democracias occidentales, instaladas desde hace medio siglo en el cómodo partido único de la socialdemocracia, es por la búsqueda incansable de apoyos entre las minorías, y por un desprecio sobrecogedor hacia las mayorías. Las mayorías se han convertido en unos grupos de ciudadanos de lo más aburrido que pagan impuestos, no cobran subvenciones ni subsidios de ningún tipo, pagan una hipoteca y los plazos del coche religiosamente, y hacen cosas ordinarias que no le interesan a nadie. No salen en televisión, ni queman contenedores, ni montan algaradas, y no les asiste ningún derecho o privilegio por no pertenecer a ningún grupúsculo contestatario. Cuantos más sean los individuos que pasen a formar parte de un grupo de ciudadanos mayoritario, menos interés despertarán por parte de las autoridades. No obtendrán beneficios fiscales, ni amnistías, ni percibirán ayudas; ni contarán con el aprecio del legislador en aquellas materias que supuestamente les afecten, por carecer de todo «interés social». ¿Cómo si no puede encajarse, por ejemplo, el trato desfavorable recibido por el autónomo de toda la vida, frente a los favores y pleitesía rendidos en favor del nuevo y flamante emprendedor? El problema del autónomo es que es mayoría, supera la treintena y tiene un oficio conocido; mientras que el emprendedor, cuenta en su haber con ser un rutilante jovenzuelo con unas ideas de lo más extravagantes, no tener profesión conocida y ser minoría.

Así, bien que nominalmente la democracia se base, en principio, en la voluntad de las mayorías, hoy son las minorías las que marcan los designios legislativos de cualesquiera naciones acogidas a un sistema denominado «democrático». Antonio Burgos lo decía muy bien, citando a Duverger, en una de sus siempre acertadas columnas en ABC: «Respeto, no, miedo a las minorías» (ABC Córdoba 6/10/2004, p.7).

Totalitarismo o dictadura de las minorías, es como se ha venido a calificar –no sin cierto temor– la presión insoportable de esos grupúsculos enfurecidos que convierten la trasgresión de la ley, la moral, el orden público y las buenas costumbres en normalidad cotidiana, para su propio beneficio. Sólo queda que las mayorías se dobleguen y acepten un nuevo devenir legislativo que rompa con la generalidad de la norma para establecer privilegios en favor de unos cuantos. Las minorías, pese a ser minorías, hacen el suficiente ruido como para cargarse a un gobierno, y el gobierno en cuestión antes que tener alborotos en las calles sacrifica eso que tanto gusta de blandir en sus programas electorales como el «bien común» y el «interés general» por la «progresía minoritaria».

Pero no se alarmen ustedes que no voy a hablar ni de Podemos, ni de los homosexuales, ni de los que no pagan las hipotecas, ni de los separatistas, ni de las abortistas, ni de las feministas, ni de los políticos, ni de los sindicalistas, ni de los terroristas, ni de los amantes de los gatos, ni de los que montan «botellón», ni de las majaderas esas que andan en pelota picada asaltando iglesias.

Voy a hablar de un ejemplar peligroso que –todo se andará– logrará fastidiarnos la vida a todos: el tonto en globo. Ya tenemos la experiencia de los ciclistas que cualquier automovilista sobresaltado se encuentra en los cambios de rasante de las carreteras secundarias; a ser posible sin arcén, en grupos de más de cinco, con ochenta kilos de lorzas o más embutidos en unos atavíos de lo más singular, y a una velocidad que no supera los cinco kilómetros a la hora –mejor harían en cargar con la bicicleta a cuestas–. Y no sólo en las carreteras secundarias, en las ciudades también: saltándose los semáforos, por pasos de cebra esquivando ancianitas, circulando en sentido contrario por cualquier calle –preferiblemente de varios carriles–, atravesando aceras y parques a toda pastilla, y en intrépidos adelantamientos por la derecha evitando por todos los medios que los automovilistas puedan adivinar sus intenciones. A más de uno de estos coletudos urbanitas de dos ruedas habré visto yo entrar en un comercio o en un ascensor con su inseparable artilugio, en actitud de desfachatez pasmosa. ¿Y qué me dicen de los bellos senderos campestres? Todos machacados por ese invento del demonio que llaman «montain-bike»; parques naturales incluidos. En valiente hazaña se ha convertido pasear serenamente por algún idílico paraje, sin verse asaltado por un grupo de descerebrados a gran velocidad, berreando como becerros y lanzando todo tipo de objetos isotónicos para el bien de la decoración del entorno.

Pues no, no lo habremos visto todo; se lo garantizo. Los tontos en globo están por llegar, y, al igual que los anteriores, gozarán de toda impunidad, carecerán de seguro para indemnizar a sus víctimas y podrán sobrevolar cualquier espacio aéreo sin la más mínima cortapisa. Habrá una directiva europea que guíe los pasos de las legislaciones nacionales para preservar «carriles» aéreos por donde los tontos en globo puedan hacer sus pinitos de helio y surcar los cielos. Los aviones comerciales deberán guardar una distancia de seguridad adecuada para evitar derribar los coloridos globos, y los aviones de las fuerzas aéreas reducirán la velocidad al toparse con ellos, procurando que el ruido de los reactores no ensordezca al tonto del globo.

Los que permanezcamos en tierra, habremos de soportar que el tonto del globo se caiga, con globo y todo, sobre el tejado de nuestras casas, o aterrice en el jardín o en la terraza; y se nos exigirá prestarles auxilio en caso de emergencia.

El tonto del globo recibirá el apoyo de la comunidad científica internacional por contribuir al sostenimiento del medioambiente, aunque lance desde las alturas el envoltorio del sándwich y alguna lata refrescante.

Habrá carreras de tontos en globo y colapsarán los espacios aéreos durante horas. Los aeropuertos ampliarán su horario para garantizar la salida de los vuelos comerciales, y se reducirá la frecuencia y número de los mismos.

Algún emprendedor brillantemente apadrinado montará una aplicación para transportar viajeros y mercancías en globo, y recibirá subvenciones millonarias de Ayuntamientos, Comunidades Autónomas y Estado por favorecer el empleo sostenible y mejorar la calidad del aire. Algún otro inventará el globo eléctrico de autopropulsión, con paneles solares incorporados a la barquilla, y recibirá otro tanto en dinero y premios por mejorar la velocidad del tráfico en globo.

El globo pasará a ser una asignatura obligatoria en los colegios públicos, y habrá un manual para enseñar a los críos cómo manejar tales artefactos, cuya publicación financiará el Ministerio de Educación y Ciencia, adjudicándolo a la empresa editora más próxima al gobierno de turno.

Total, prepárense a recibir con todas las bendiciones a los tontos en globo. Los dirigibles y aeróstatos, pese a ser hoy minoría, también llegarán a marcar nuestros destinos. Algún día… No les quepa la menor duda.

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