MANUEL GARCÍA VIÑÓ.
En 1947-48, escribía Raymond Abellio: “Cuando el cambio de los tiempos esté próximo, no habrá más que tres clases de hombres con los ojos abiertos: los santos, en sus celdas; los jefes comunistas dignos de ese nombre, asímismo en sus celdas, y los novelistas, que estarán en cualquier parte. Los primeros pertenecerán a Dios; los segundos, al diablo; los terceros serán de propiedad disputada…
“En ese momento, en el mundo, apenas si habrá una decena de hombres verdaderamente avanzados, no más… No hablemos de los santos. No se reconocerán a sí mismos hasta el último momento. No hablemos tampoco de los jefes comunistas, apenas despiertos. Hablemos de los otros. De los que escriben o van a escribir… / “He dado una cifra al azar, evidentemente. ¿Se puede reunir a esos diez hombres, o siquiera encontrarlos? No lo sé. Lo único que sé es que serían los únicos capaces de plantear los dos únicos problemas de la época: cuáles son las condiciones de una nueva santidad y cuáles son las condiciones para que vengan los nuevos stálines. Y sólo ellos son empujados por el genio lo bastante para llegar al final sin elegir. Esta expectativa es difícil de conservar, y cada vez lo será más. Pero acabará por dar una idea de lo sublime. / “Mi convicción es hoy muy firme. Los verdaderos activistas no pueden ser ya más que novelistas independientes. Y digo novelistas porque un escritor serio no puede ser ya hoy día ni periodista (los periodistas lo simplifican todo) ni ensayistas (un ensayo no ha excitado jamás a nadie) ni panfletario (la verdadera literatura es fría). Busco a hombres que tengan temperamento de novelistas, y creo en el extraordinario porvenir de la novela, sobre todo de la novela metafísica. Sólo la novela metafísica, justamente porque trasciende la política y la psicología, puede desenmascarar a tantos políticos tramposos”. (Les yeux d’Ezéchiel sont ouverts, Gallimard)
Quede para otra ocasión el comentario sobre el porvenir (y sobre el presente y el pasado) de la novela metafísica. Ahora quiero señalar únicamente la genial clarividencia que demostró poseer Abellio al decir eso en 1947-48. PERO… los nuevos santos y los nuevos dictadores no protagonizan problemas diferentes: son la cara y la cruz del mismo problema. Aceptado esto, se apreciará mejor el valor de la idea que aporté al editorial del número 13 de la revista ” Heterodoxia “: “Para algunos de nosotros, la tarea intelectual más importante que se plantea en estos momentos es la de tratar de vislumbrar qué tipo de religión va a funcionar en el futuro; para otros, la de tratar de vislumbrar que es lo que, en el futuro, va a sustituir a la religión”.
He traído aquí la cita de Abellio, no tanto por un acuerdo total con las opiniones que en ella vierte el autor (yo no creo, por ejemplo, que la verdadera literatura sea necesariamente fría, ni que el ensayo carezca por principio de la capacidad de excitar. Ni tampoco creo en Dios ni en el Diablo), sino porque da una idea más que aproximada de la conciencia que se tenía, en el medio siglo, de las posibilidades de la novela y de la misión del novelista. Personalmente, y al igual, me parece, que muchos de mis compañeros de generación, fui consciente del papel que le tocaba representar a los novelistas en aquel momento crucial que preludiaba la salida de una interminable posguerra (española y europea) y que habría de tener su punto culminante en el Mayo del 68. Y por eso, en muchas de las más de cien ocasiones en que hube de manifestarme solía hacer la siguiente afirmación: “la novela es el arte del futuro; lo que no quiere decir que yo esté seguro de que, en el futuro, la novela será el arte del presente”. Ciertamente, lo era, y conciencia de ello tenía Raymond Abellio, como también Albert Camus, Sartre y Simone de Beauvoir, Charles Moeller, René Marill Albéres, Wilhelm Grenzmann, Maurice Blanchot, Sherman H. Eoff, Maurice Nadeau, Colin Wilson y otros angry young men , los integrantes de la beat generation , Aldous Huxley, por supuesto, Mariano Baquero Goyanes entre nosotros, los integrantes del grupo de la novela metafísica o del “realismo total”, y algunos más. Y, ciertamente, ahora, tiempo futuro de aquel presente en que yo hablaba, no es desde luego el arte del presente.
En aquellos años, gloriosos para la novela, todos éramos conscientes de que se trataba de uno de los instrumentos más aptos para transformar el mundo. Maurice Nadeau lo expresaba así: “Por una evolución natural, la novela ha pasado de la descripción enciclopédica (del mundo o de las pasiones) a la apropiación moral, poética, filosófica o metafísica de este mundo por un individuo privilegiado: el autor”, del que, “más que su creación, es su visión personal lo que nos importa, la expresión original y verosímil que, a través de su obra, nos da del universo y de las relaciones que mantiene con él” .
Todos, digo; inclusive, y con gran coraje, aquí en España, los novelistas sociales, con quienes nos enfrentamos polémicamente, más por razones de forma que de contenido. Hoy, y desde 1975, como ha escrito Manuel Villar Raso en las páginas de la revista “Heterodoxia”, la novela ha bajado los humos y, con humildad, se dedica a indagar conflictos individuales, por un lado, y sociales y colectivos, por otro. Más lo primero, pienso yo, a juzgar por las informaciones que él suministra. Porque lo colectivo sólo es visto, al parecer, desde la descripción, no desde la entraña de los problemas, como hicieron los novelistas sociales del medio siglo. Y eso cuando no se propone otro fin que entretener.
Y, sin embargo, la novela, como género literario, estaba por aquel tiempo en crisis -¿cuándo no?-, o, por lo menos, así se decía. Y tal vez por ello hubo de producirse la cura de salud que supuso el nouveau roman, que cumplió su papel a la perfección, como en poesía lo habían cumplido, un cuarto de siglo antes, el surrealismo, el dadá y otros movimientos afines: el sacrificado papel de todos los esteticismos, que son los que hacen crecer los géneros, pero a costa de quedar obsoletos en una década.
Es memorable, al respecto de este diagnóstico, el ensayo de Wladimir Weidlé Les abeilles d’Aristée , subtitulado Essai sur le destin actuel des lettres et des arts . Consciente de la situación precaria y amenazada de la creación artística en el mundo moderno, Weidlé quería negarse a explicar la situación por causas exteriores al arte -plástico o literario- mismo: sociales, económicas o políticas. Sin embargo, estaba convencido de que tampoco se podía elucidar la situación sin intentar penetrar, más allá de las apariencias, en lo que es más interior al arte que toda conciencia de arte. No creía en absoluto “que estudiar una enfermedad cuyas raíces se hunden muy lejos en la historia debiera repercutir en la condena de quienes la sufren y apartarse de sus obras en nombre de un retorno arbitrario -y siempre ilusorio, por otra parte- a formas periclitadas”. Por el contrario, afirmaba estar seguro de que “las más grandes obras modernas eran aquéllas en que la crisis se manifiesta más claramente, sin que su grandeza les impida, sin embargo, encontrarse a la entrada de un impasse o al borde de un precipicio. Nada podría cambiar tal estado de cosas, si no es la transformación espiritual de nuestro arte, del mundo en que vivimos”. Que esto lo dijese quien pensaba respecto a la novela -género que aquí nos interesa-, que, tras haber gozado en la pasada centuria de una fortuna extraordinaria, “desde hace algún tiempo, sufre una crisis a través de la cual parece encaminarse decididamente hacia su ocaso” (25), no deja de tener su grandeza. Y no se olvide lo que he señalado antes sobre el nouveau roman y su cura de salud, que, a mi juicio, dejó sentir, durante más de diez años, sus efectos beneficiosos.
Fue, el citado de W. Weidlé, uno de los ensayos claves que pudimos leer quienes cumplimos veinticinco años en la década de los cincuenta. Otros fueron: The outsider , de Colin Wilson; El mito de Sísifo y El hombre rebelde , de Albert Camus; El origen de la tragedia y todo lo demás, de Nietzsche; La decadencia de Occidente , de Oswald Spengler; El concepto de la angustia , de Kierkegaard; El hombre en la actualidad , de Philipp Lersch; Abstracción y Naturaleza , de Wilhelm Worringer; El sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo, de Unamuno; La rebelión de las masas , Ideas sobre la novela y La deshumanización del arte , de Ortega; La esencia de la obra de arte , de Romano Guardini; El arte descentrado y La revolución del arte moderno , de Hans Sedlmayr; Homo ludens , de Johan Huizinga; Los hombres contra lo humano , de Gabriel Marcel; El museo imaginario , de André Malraux; ¿Qué es la literatura? , de Jean Paul Sartre; ¿Para qué sirve la literatura? , de Sartre y Simone de Beauvoir; La literatura comprometida , de André Gide; Histoire du roman moderne , de René Marill Albéres; El escritor y su sombra , de Gaëtan Picon; Teoría de la novela , de Georg Lukacs; Metamorfosis de la novela , de R. M. Albéres; La rebelión de los escritores de hoy, del mismo, más otros de Maurice Nadeau, Blanchot, Wilhelm Grenzmann, Gonzague Truc, Hans Freyer ( Teoría de la época actual) , Jacques Ellul, Michel Butor, Nathalie Sarraute, Alain Robbe-Grillet, Charles Moeller, Roland Barthes, Freud, Marx, Heidegger, Jaspers, Bergson, Maritain, Adorno, Garaudy, Arnold Hauser, Marshall McLuhan ( La galaxia Gutemberg) , Henri Miller ( El coloso de Ammarusian ), Norman Brown ( Eros y Tanatos ), Marcuse, Wilhelm Reich, Thomas Merton ( La montaña de los siete círculos ), Alan W. Watts ( La suprema identidad , Naturaleza, hombre y mujer ); Theilhard de Chardin, Max Scheler, Mircea Eliade, C. G Jung, Erich Fromm… Quienes pertenezcan a la “generación del medio siglo” y no bebieran en su momento en estos manantiales tienen razones sobradas para sentirse acomplejados.
Y qué decir de quienes ahora, incrustados en el sistema en contra de la tendencia natural del novelista, practican el neocostumbrismo y la novela de tema –algunos, como Muñoz Molina, repitiendo una “gracia” de Onetti: “el que quiera mandar un mensaje, que ponga un telegrama”-, con la vista puesta en la mercantilización de sus productos. Es por esta causa por lo que la novela ha perdido su norte.
Por la doble razón de su intelectualización (novela con ideas) y de sus búsquedas estéticas, que cristalizaban en formas nuevas de presentación de la realidad, de composición, el género narrativo se apartó de los lectores de libros de quiosco, devoradores de seriales televisivos, avanzando en las dos tendencia más y más. Lo que lo hubiese mantenido en una línea ascendente que la industria cultural ha frustrado.