PACO BONO SANZ
Aquel niño iba al colegio pensando que todo se había conseguido ya, que sólo debía dejarse arrastrar por la corriente. “Da lo mismo lo que hagas porque al final desembocarás en el mar”, le decían; “el esfuerzo no importa, los logros son lo de menos”. ¿Qué meta merece la pena si no implica superación? Aquel niño se sentía cansado, triste, fracasado sin tiempo. ¿Es culpa mía? Pensaba… Los profesores que se suponía debían ilustrarle parecían los altavoces de un disco rayado, instruían a los niños como quien atornilla las ruedas de un camión en la cadena de montaje de una gran factoría. Esos hombres y mujeres engreídos, esos servidores del ilegítimo superior, el Estado, no comprendían la esencia de la maestría: para ilustrar, primero hay que ser digno de la sabiduría. ¿Qué puede enseñar una marioneta que se dedica a repetir textos anónimos sin saltarse una coma? Portavoces de hombres sin identidad.
Los cursos se sucedían como etapas llanas, capítulos sin desenlace. Nadie prestaba atención a la creatividad, porque ésta carecía de interés. Cada cual era uno más bajo las sombras de aquellos libros sin fin que nada positivo pretendían motivar en los alumnos. ¡La vida es así! ¡Caramba! ¡Para qué luchar si las aguas te arrastrarán hasta el mar de idéntica manera! Rebuznaban. El resultado carecía de importancia; si no lograbas un cinco, volvías a realizar el examen; si de nuevo suspendías, te invitaban a repetir curso con niños más ignorantes, ¡de este modo destacabas! Pero si ni aún de esta manera lo conseguías, entonces reducían el nivel de la clase para que también tú disfrutaras del objetivo colectivo. No hay mejor siervo que el ignorante, pues al no cuestionarse nada, tampoco se lo pregunta de sí mismo; en cambio, es fiel y obediente, ya que necesita recibir el sustento de una entidad superior. Observen a esos niños, no tienen miedo, parecen felices, pero son sólo inocentes; les han arrancado las alas. Cuántas veces se escuchaba: ”no cambiarás nada”. Los destructores del yo, los asesinos de las promesas, encarrilaban las vidas al servicio del Estado… No importa tu felicidad, sino cómo puedes ser más útil para el monstruo.
Transcurridos los años, sólo unos cuantos sobrevivieron a la fábrica de incapaces, muchos de ellos se vieron obligados a emigrar. La realidad transformó a las víctimas aquellas que, entre los ocho y los doce años, habían pasado de leer “La girafa, el pelícano y el mono” a leer Tristana, sin haber comprendido una palabra. Analfabetos del aprendizaje. ¡No digamos del conocimiento! ¡Todos debemos saber lo mismo! Gritaban los cencerros. ¡Pobres quinceañeros!, ¡el río estaba plagado de cocodrilos!, ¡y tendrían que cruzarlo todos los años de su vida! ¡Nadie se lo había advertido! ¡No estaban preparados! ¡Sacrificaréis vuestra vida por la de los demás! Gritaban las cadenas. La manada empujaba por detrás, los más cobardes pisoteaban a los más débiles, unos se arrastraban, otros corrían por inercia, no había ya posibilidad de huir de la voraz marea colectiva; no parecían hombres, sino bestias.
Se criaron pensando que vivían en libertad. No había de qué preocuparse, se había logrado la democracia. “El Estado de partidos velará por nosotros…” Podíamos participar, protestar, gritar, rebelarnos como niños que éramos hasta contra nuestros padres. Se nos permitía todo, no había más autoridad que el Estado… Y he aquí el resultado. ¿Qué ha sido de aquellos niños? Unos sirven pagando con su infelicidad, otros ni saben lo que significa la felicidad. Todos ellos toleran la injusticia, respetan al mezquino, protegen al ladrón, se desprecian a sí mismos, y lo peor es que muchos ni siquiera se dan cuenta. 26% de paro… Menudo régimen… Menudo éxito… Menuda atrocidad… Que siga la manada en estampida… Que cada cual se rescate a sí mismo; maestros hay, ¿pero inteligencia para descubrirlos?