Los partidos políticos han conseguido eclipsar a todas las discusiones políticas en España durante los últimos 40 años de partidocracia. Sin embargo, estas discusiones no salen del círculo vicioso de caras y palabras huecas con las que las radios bombardean los taxis de Madrid.
A estas alturas quedan en el tintero las causas reales de la desastrosa situación a la que ha llegado España, y del desastre aún mayor que se avecina. Los analistas de nubes se agolpan en las secciones de opinión. ¿Es un problema económico externo? ¿Es culpa del gen español? (esos valientes que condenan a la víctima) ¿Demasiado Estado? ¿Poco Estado? Parece que a muy pocos o a nadie se le pasa por la cabeza observar el problema en el Régimen de poder, y más específicamente, en los que dirigen el poder, los partidos políticos.
Hoy quiero tratar el tema de los partidos políticos españoles, mejor llamados partidos estatales. Según la respuesta que reciba este calificativo podremos describir al lector. Por un lado, están aquellos que diferencian la política y lo político. Aquí podemos encontrar a personas a favor o en contra de que…
Propongo al lector poco relacionado con esta terminología que siga el desarrollo del análisis. Al igual que en toda clase magistral de microeconomía, se plantea un teorema o una igualdad para luego ser demostrada con el entramado matemático correspondiente. Por eso no se debe salir antes de tiempo del aula si se pretende aprender el teorema del día. La clase solo tiene sentido en su totalidad.
Si nos disponemos a hablar sobre los partidos estatales españoles debemos hacerlo del Estado de Partidos, y nadie mejor que Gerhard Leibholz para guiarnos a través de una niebla tan espesa. Escribe Leibholz:
‘A esta legalización del Estado de partidos corresponde el que hoy hayan sido privilegiados en una medida nada desdeñable […] sólo el Tribunal Constitucional puede declararlos anticonstitucionales […] El Estado puede poner a disposición de los partidos medios financieros con los que cubrir gastos, especialmente en la campaña electoral’(1).
Parece que el BOE ha seguido al dedillo al teórico del Estado al que debe su última letra.
Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial.
Artículo 61.
- Una sala formada por el Presidente del TS, los Presidentes de Sala y el Magistrado más antiguo y el más moderno de cada ellas concederá:
6º De los procesos de declaración de ilegalidad y consecuente disolución de los partidos políticos, conforme a lo dispuesto en la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos.
Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos
Artículo 127.
El Estado subvenciona, de acuerdo con las reglas establecidas en las disposiciones especiales de esta ley, los gastos ocasionados a los partidos, federaciones, coaliciones o agrupaciones de electores por su concurrencia a las elecciones al Congreso de los Diputados y al Senado, Parlamento Europeo y elecciones municipales, En ningún caso la subvención correspondiente a cada grupo político podrá sobrepasar la cifra de gastos electorales declarados, justificados por el Tribunal de Cuentas en el ejercicio de su función fiscalizadora.
Si es cierto que los partidos políticos españoles cuentan con privilegios, estaríamos ante un tema clave para ser analizado que está pasando desapercibido ante la opinión pública.
En Ensayos sobre los privilegios, el Abate Immanuel Sieyes define el concepto de privilegio como: “aquello cuyo objetivo es dispensar de la ley u otorgar un derecho exclusivo a algo que no está prohibido por la ley”, y sigue con “La esencia del privilegio es su existencia fuera del derecho común” (2). A partir de aquí podemos afirmar que un privilegio es un derecho de un submundo contenido en el mundo del resto de los mortales. Se explica así el siguiente apunte del Abate sobre las consecuencias que un privilegio tiene sobre los hombres:
‘Penetrad un instante en los nuevos sentimientos del privilegiado. Se le considera un miembro de una orden aparte, de una nación escogida dentro de la nación. Piensa que se debe primero a los de su casta, y si continúa ocupándose de los demás, ya no son sino los demás, ya no son los suyos […] Se trata solamente del pueblo […] una clase de hombres creada expresamente para servir mientras que él ha sido creado para gobernar y para gozar de la vida’.
Y concluye con una afirmación tajante:
‘Sí, los privilegiados acaban realmente por considerarse como una especie humana aparte’
En efecto, a través de los privilegios se crea un mundo aparte de aquel donde se desarrollan los choques de la materia y las limitaciones de las formas. Un mundo ajeno a la lucha de clases, las guerras, el comercio y el hambre. Un mundo con las raíces al aire.
Pero este submundo no puede mantenerse por sí mismo. Necesita del mundo que lo contiene para suplir las inevitables necesidades materiales.
El noble solo existirá mientras exista el monarca que lo nombró, volviendo a ser solo hombre cuando la guerra, la revolución o las rencillas cortesanas acaben con su título. Mientras, el tapicero seguirá cubriendo muebles aunque mueran reyes y estallen guerras o revoluciones. Solo cuando la tierra sobre la que apoya su mesa de trabajo y donde pastan las vacas que le proporcionan la piel desaparezca, desaparecerá también dicho tapicero junto con el hombre.
Pero, ¿de dónde sacan sus riquezas los nobles —ese submundo—? Del trabajo del tapicero, del mundo.
Los hombres nacen de la tierra, viven sobre ella y mueren en ella. Los partidos, ajenos a los problemas de la sociedad civil, levitan sobre nosotros, estáticos. Y recordemos, no hay nada más estable que el Estado, precisamente la herramienta que les confiere los privilegios.
Si hablamos del mundo material sobre el que operan las leyes, tenemos que hablar de la Nación. La Nación es el hecho material de existencia humana sobre el que operan el Estado, la sociedad política, la civil, la religiosa, la familiar y la de vecindad o amistad […] base natural y cultural de la existencia humana de generaciones sucesivas de individuos que constituye una comunidad involuntaria de personas y de intereses. La Nación es por tanto el soporte cultural y material de la sociedad y el Estado (3). Por esto, resulta de sentido común que sea la Nación la que debe tener reservado el poder de legislar. Que su legislación se aplique en todo su territorio implica que una legislación especial no puede provenir de la Nación, sino de algo que opera sobre ella, el Estado. ¿Quién dirige al Estado y domina a la sociedad civil? Los partidos estatales.
No es de extrañar que en el proceso de destrucción de la Nación Española, que lleva desarrollándose durante 40 años, los partidos no solo hayan sido permisivos, sino promotores. Ni siquiera “la naranja mecánica” ha defendido la unidad de la Nación como algunos creen. No defiende la Nación quien la trata como un proyecto. En realidad se sirve de ella para alcanzar el poder, para alcanzar el Estado. Así se entiende cómo a este partido se le ha ocurrido expandirse al resto de España y presentarse para el Gobierno-Parlamento. ¿Qué les importa a ellos la unidad de la Nación mientras los puestos sigan multiplicándose?
En los inicios del estudio de la Macroeconomía es vital saber analizar la función que se nos presenta y conocer las variables que la determinan. Los españoles no se encuentran en esa función. Solamente en cuanto que aportan masa de población, pero los inmigrantes también valen para votar y pagar impuestos.
Nuestra marcha a Barcelona marca las diferencias que quiero señalar. Lo que la Junta Electoral ha bloqueado no era una manifestación para llamar la atención del poder. El objetivo era despertar a las almas vegetativas de los españoles que aún mantienen su identidad o la están olvidando, arrastrados por la corriente nacionalista.
Esta no sería una acción aislada. Sería una parte más de nuestra continua lucha. Despertar la conciencia de la sociedad civil. Despertar al león.
En efecto, no pedimos milagros a los Dioses partidos. No sacrificamos corderos para que llueva o se curen las enfermedades. Abrimos canales de riego y estudiamos Medicina.
Ahora quiero que nos centremos en los privilegios, tratando las causas que exponen los defensores de la partidocracia frente a los avisos que la historia del pensamiento político nos ha legado respecto a estos ´derechos´.
Que sean los partidos los mismos que reparten los sillones del gobierno de los jueces (artículo 122 de la sacrosanta Constitución) debería despertar las sospechas de cualquiera.
En Teoría Pura de la República se encuentra la siguiente cita: “Ya que el poder de reparación reside en las mismas manos que cometen el crimen que no podemos castigar, confiemos nuestra querella a la voluntad del cielo” (Shakespeare, Ricardo II)
Pero pasemos a tratar el tema de la financiación pública a los partidos estatales, así como a los sindicatos.
El juez Pelayo inicia la discusión con la siguiente afirmación: “la ayuda financiera a los partidos se basa, entre otros argumentos, en la imposibilidad de los partidos de financiar sus gastos con las solas cotizaciones de sus militantes” (4). Alega que estas prestaciones responden a la función pública que desempeñan sin la cual “sería imposible la existencia y actualización del Estado pluralista y, en general, del orden constitucional”.
Este fragmento me da pie a dos apreciaciones. Una sobre la relación entre los partidos y la Constitución y otra sobre el propio concepto de partido. Sabemos que la Constitución establece un marco dentro del cual se desarrolla la lucha por el poder. Este marco, como los cauces artificiales que dirigen las bravas aguas hacia las ruedas del molino, encauza la ambición de poder y controla el poder, haciéndolo efectivo. Entonces, ¿no sería iluso pensar que el agua mantendrá estos cauces? ¿Acaso no funciona el sistema por la tendencia natural del agua a reducir la presión?
Eso sí, en el caso de que se distinga la Constitución y el Estado, la frase gana sentido. Si fueron los partidos (los que daban la cara, ya que el poder para ello proviene de los poderes fácticos del momento) los que crearon y formaron el Estado de partidos, es normal que sean sus pilares. Se cumple así la función que Marx daba al Estado burgués.
En cuanto al concepto, los partidos políticos nacen del derecho de asociación, del que Tocqueville dice: “Después de la Libertad lo más natural al hombre es la de combinar sus esfuerzos con los de sus semejantes y actuar en común”.
La única financiación que debe recibir un partido es la de sus afiliados, como el sentido común nos muestra. No hace falta ser economista para saber que el consumidor paga por aquello que le satisface una necesidad. Tocqueville ya ha plasmado esa necesidad.
¿Acaso es necesaria la ayuda estatal para que los hombres se unan en la consecución de un bien común? Entonces, ¡habría que financiar hasta a las asociaciones de catadores de vino!
Luego tenemos la experiencia franquista donde, aunque el derecho de asociación estuviera ciertamente limitado, aparecían asociaciones sindicales y políticas clandestinas. Y pensamos que, si con peligro de cárcel y agresiones físicas fructificaban estas asociaciones, ¿cómo es que ahora, con ese derecho reconocido, necesitan que las lleven de la mano?
“Durante la década de los años 60, junto al movimiento obrero, que encuentra en las CCOO una respuesta original y profunda a una necesidad de asociación sindical, aparece los movimientos profesionales de las nuevas clases medias productivas, que dan también una contestación vigorosa a la corrupción u al oportunismo de los valores oficiales” (5).
Y no le quito la razón al señor Pelayo, porque todo lo que escribe, al igual que su amigo alemán, no esconde nada. Sus argumentos tienen el mismo peso que los de un médico para decidir que el enfermo precisa respiración y alimentación asistida. Así, como los pulmones del enfermo no le aportan oxígeno naturalmente, los partidos no respiran oxígeno civil sino mediante impuestos. Por eso necesitan financiación estatal, para poder vivir. Los votantes no buscan partidos que defiendan sus intereses, son los partidos los que buscan votantes que defiendan los suyos.
Hay otro argumento del fallecido juez con el que cierro su libro: “Ello (no tener recursos propios) les obliga a recurrir a otras fuentes, lo que implica el riesgo de dependencia de los intereses privados, al que se trata de neutralizar, en mayor o menor medida, por la financiación estatal”.
El refrán dice que la avaricia rompe el saco. El saber popular pasó por alto las Comunidades Autónomas, en especial la andaluza. De lo que debe sentirse orgulloso la partidocracia española es de haber conseguido que el crecimiento del número de asientos públicos sea proporcional al de los traseros agradecidos. Y aquí los partidos cumplen esa gran labor de intendencia.
En el pasado, las remuneraciones típicas con que los príncipes, conquistadores o jefes de partidos triunfantes premiaron a sus seguidores fueron los feudos, las donaciones de tierras, las prebendas […] Lo que los jefes de partido dan hoy como pago de servicios leales son cargos de todo género (6).
Tristemente, creer que un buen sueldo público evitará la corrupción mientras los jefes de los jueces sean elegidos por los agentes corruptores, peca de buenismo.
Concluimos el análisis retomando el planteamiento, el teorema planteado y que hemos demostrado de la forma más breve posible.
Los partidos estatales son inhumanos. Todos nacen necesariamente de la madre sociedad, pero en su nacimiento la matan y la engullen como parásitos que son. La sociedad civil no debe entregar el poder a algo tan extraño. En el cuerpo humano, la intrusión de un objeto de las mismas características produciría un rechazo inmediato.
Las palabras de Antonio García-Trevijano son tan tajantes como las del Abate:
La visibilidad del bien común, que creen perseguir las leyes, sólo se alcanza si quien las hace es algo subjetivamente común con quien las obedece (7).
Es en las cúpulas de los partidos donde se redactan las leyes. Sin olvidar el gran capital al otro lado del fax. Estas llegan al parlamento donde los diputados votan siguiendo las indicaciones del jefe de partido que les ha puesto en su lista. Les asegura el Edén a cambio de inmolarse moralmente y arrastrar consigo a los falsamente representados.
Respecto a los derechos políticos, los ejerce igualmente aparte. Tiene sus propios representantes, que no están encargados en ningún caso de la preocupación del pueblo.
Así hablaba Sieyes de los dos Estados de la Francia prerrevolucionaria. Y así tenemos que hablar de los partidos actuales, más de 2 siglos después. Tanta sangre derramada en el intento por conseguir la Libertad política en Europa cubriría los cielos.
La labor de los revolucionarios de siglos anteriores no se diferencia en gran medida de la nuestra. La nueva forma de vida no es más que una diferencia material, mientras que el fuego de la Libertad, que entonces irradiaba calor en los corazones de los hombres, es (debe ser) el mismo. Su lucha tuvo que resistir más dolores físicos que los necesarios actualmente tras las reformas políticas y el avance económico. Pero eso no implica que nuestra voluntad no tenga que ser igual o superior a la de entonces
Nuestros enemigos son tan feroces como camaleónicos. No disparan plomo, lanzan injurias. No ordenan asesinatos, apagan las cámaras. Su censura no impone el silencio, multiplica el ruido.
Nosotros no estamos aquí para rezar y fiarnos. Estamos aquí para actuar. Hoy cancelan nuestros actos. Mañana nos insultarán. Pasado no se sabe.
Quien en el estado de sociedad arrebata la libertad que pertenece a esa sociedad o estado civil, dará lugar a que se suponga que abriga el propósito de arrebatar a quienes lo componen todo lo demás que tienen, debiendo por ello mirársele como si estuviese en estado de guerra con él (8).
La sociedad española tiene un enemigo anclado en el Estado. Ese enemigo hace mucho que nos declaró la guerra. Ya es hora de devolver los golpes con los que han corrompido nuestra existencia. España no espera a Dioses-partido. España espera a hombres, del humus, de la tierra.
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Referencias
(1) Leibholz, Gerhard. “Representación en identidad”. Del libro Teoría y sociología de los partidos políticos, Ed. Anagrama.
(2) Sieyes, Emmanuel. Ensayo sobre los privilegios, Alianza editorial, 1989.
(3) García-Trevijano, Antonio. El discurso de la República, Temas de hoy, 1994.
(4) García-Pelayo, Manuel. El Estado de Partidos, Alianza Editorial, 1986.
(5) García-Trevijano, Antonio. La alternativa democrática, Plaza and Janés, 1978.
(6) Weber, Max. Escritos políticos, Alianza Editorial, 1991.
(7) García-Trevijano, Antonio. Teoría Pura de la República, El Buey Mudo, 2010.
(8) Locke, John. Ensayo sobre el gobierno civil, Orbis, 1983.