PACO BONO SANZ
En repetidas ocasiones ha hablado Don Antonio García-Trevijano sobre el carisma. A lo largo de la historia han sido muchos los personajes que han aprovechado su carisma personal para acaparar el poder del Estado y mantenerlo bajo su mano. Felipe González es el ejemplo español más claro; quien fuera secretario general del PSOE y presidente del gobierno de España durante más de trece años sostuvo su acción de gobierno y encubrió sus fechorías bajo la manta de su carisma. La gente le votaba por su sonrisa, por su elocuencia persuasiva, aunque no significara nada o implicara lo peor.
El carisma es un factor positivo cuando existe sociedad política, cuando el Estado de una Nación se encuentra constituido y sus poderes están separados de raíz, cuando se da la representación ciudadana, cuando los electores gozan del privilegio de expulsar a un político por corrupto o por mentiroso antes de que finalice su mandato. Sin embargo, en un régimen de partidos como el que sufre España, donde sucede todo lo contrario, el carisma se convierte en un elemento de contaminación cívica. El personaje carismático, apoyado por medios de comunicación tan corrompidos como él, embriaga a los gobernados con su sonrisa y sus palabras y actos demagógicos. Si partimos de que la mentira es la piedra angular del régimen español, que se denomina a sí mismo democrático cuando en realidad no lo es, comprenderemos cómo lo relativo y lo carismático conforman las patas de una misma mesa sobre la que se produce la corrupción del Estado como factor de gobierno.
¿Acaso es Mariano Rajoy un personaje carismático? ¿Lo han sido Aznar o Zapatero? No. La mentira tiene las piernas cortas, pero cuando su poder es incontrolable, ya no necesita de caretas. El carisma ha sido fundador de numerosos regímenes totalitarios o, cuanto menos, no democráticos. Es de tal grado la corrupción de la oligarquía política española, que no hay personaje carismático que pueda salvarles. Es por ello que nos aproximamos a un periodo de represión; es por ello que el gobierno de turno pretende blindar a los jueces, controlarlos, impedir la iniciativa judicial popular, bloquear cualquier posibilidad de manifestación de la escasa ciudadanía que se reivindica a sí misma y se atreve a rebelarse políticamente en público. El fin del carisma como factor de control de los gobernados conlleva también lo que acontece en España desde hace unos años: Rosa Díez abandona el PSOE y funda un partido; Francisco Álvarez-Cascos abandona el PP y funda otro partido. La última noticia ha sido la baja en el PP de otro personaje carismático, Santiago Abascal, quien también ha anunciado su intención de fundar otro partido.
Al poder bipolar de los grandes partidos del Estado le empiezan a crecer los enanos. Los jefes no carismáticos se ven rodeados de “jefecillos” carismáticos que prefieren ser cabeza de ratón a ser cola de león. Los disidentes huyen de los grandes partidos estatales con el argumento de que aquéllos han traicionado sus ideales. Como afirma Don Antonio García-Trevijano, resultan tan ignorantes, que desconocen que la traición se produjo mucho antes, durante la Transición, momento en el que se estableció el pacto en la sombra del consenso político y los partidos renunciaron a su ideología para integrarse en la socialdemocracia. Esos pequeños y nuevos partidos, ambiciosos de transformarse en bisagras y crecer a costa del Estado, dicen que nunca engañarán a sus electores; pero al afirmar esto ya mienten, porque un sistema que sólo puede funcionar mediante la corrupción, no ha de conllevar otra consecuencia que más corrupción. Como dice Julio Arasanz, corresponsal de Radio Libertad Constituyente en Reino Unido, esos pequeños partidos sólo pueden aspirar a hacerse grandes para corromperse como sus predecesores.