Para lo que viene, uno ha de agarrarse a Aristóteles.
Es verdad que Aristóteles, el Cotarelo de Alejandro Magno, propaga falsedades como que las mujeres tienen menos dientes que los hombres, pero también certezas como que a la dictadura le sigue la oligarquía, y a la oligarquía, la democracia.
Uno ha conocido ya las dos primeras, y la esperanza, ahora, es que, con el guirigay político de Europa, vida nos dé Dios para conocer la tercera.
–Qué bonita es la democracia, cuando Dios nos la concede –diríamos ese día, jugando a la venganza de José Alfredo Jiménez.
Lo malo de llamar democracia a la partidocracia es que la gente acaba harta de lo que no conoce.
La democracia representativa, la de Hamilton, supone representación (y separación de poderes), cuya falta (salvo, a medias, en Francia) es el origen de la desazón de Europa. Al europeo le pasa con el voto lo que al amante de Quevedo con el silbo, que silbaba para llamar a un ruiseñor y salía una lechuza.
En su imponente “Teoría de la Constitución” el propio Carl Schmitt sostiene que la literatura decimonónica es tan oscura que sólo con mucho trabajo se puede reconocer el sentido jurídico-político en la palabra “representación”.
–Por noticia personalmente comunicada sé que el Dr. G. Leibholz proyecta una elaboración explicativa del concepto de representación.
Pero lo que hizo el Dr. G. Leibholz fue darnos el cambiazo de la democracia de representación (americana) por la partidocracia de integración (alemana), a cuya declinación, por hartazgo popular, asistimos.
Ahora vendrá una gran campaña de propaganda pipera en pro del consenso (unanimidad, apaño y descrédito de la idea de oposición), concepto religioso, y antidemocrático por definición. Rajoy, el gran escualo de nuestra partidocracia (y el único adulto en la crisis española, versión cutre de “Enseñar a un sinvergüenza”, con España de Rosana y Pablemos de Pepe Rubio), ya se ha puesto a vender la Gran Coalición de San Juan.