Se dice que la historia es la política del pasado, y la política, la historia del futuro.

No debes tener miedo nunca: lo que ves se llama historia –dijo a Steiner su padre un día de 1934 en Francia ante una masa antisemita que gritaba “¡Muerte a los judíos!”

La Santa Transición, que va del coche de Carrero a los trenes de Atocha, va quedando atrás, y el español vive la angustia de lo viejo que no acaba de irse y de lo nuevo que no acaba de llegar.

Yo, que soy demócrata de siempre, digo que a veces los votantes se equivocan: es el caso de Hitler –dice el ministro Margallo en La Sexta, nuevo campanario de Manganeses de la Polvorosa, desde donde no dejan de caer cabras sobre el buen nombre de la democracia.

Pero una golondrina no hace verano ni el voto hace la democracia. En el franquismo se votaba, y no era democracia, sino dictadura (“paliada por el incumplimiento”, en agudeza de Gabriel Maura). En Inglaterra se vota, y no es democracia, sino régimen parlamentario de gabinete. Huyendo de ese parlamentarismo, precisamente, contra el que se habían alzado en armas, construyeron los americanos, a tientas, la única “democracia representativa” (definición de Hamilton, el del musical): un sistema de representación con separación de poderes en origen.

Margallo, pues, no ha perdido la cabeza, como dice Pablemos, que sabe que lo de Hitler va por lo suyo; lo que ha perdido son los apuntes.

Hitler y Mussolini (“los dos mariconazos” de Miguel Hernández) son inconcebibles en la “democracia representativa”: ninguna sociedad es lo bastante estúpida para suicidarse como los lémures. Hitler y Mussolini sólo fueron posibles en el “Estado de partidos”, con listas de partido y ese sistema proporcional que impide la representación (el “cul de sac” europeo que nadie quiere ver) y disuelve la unidad nacional.

Lo nuevo es que, sin cambio (¡qué menos!) de ley electoral, el español puede estar votando hasta que San Juan baje el dedo, y seguirá sin gobierno.

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