PEDRO M. GONZÁLEZ.
Sin libertad política no puede existir sociedad civil digna de ese nombre. Esa misma libertad colectiva que exige separación de poderes y que requiere de la independencia de la facultad judicial del estado. Sin embargo, el verano pasado hemos asistido al penoso espectáculo de cómo los medios y los partidos asumían que la ejecución de la pena privativa de libertad de un individuo se trate abiertamente como una cuestión política. Se discute sin tapujos si el gobierno debe conceder el tercer grado a un sujeto enfermo en prisión por sentencia firme y la conveniencia política de la decisión con la mayor normalidad.
Se asume así que la ejecución de las sentencias judiciales más invasivas de la individualidad, como son las privativas de libertad dictadas en el orden penal, se encarguen a órganos administrativos, y por tanto políticos, como son la Dirección General de Instituciones Penitenciarias o las Consejerías autonómicas titulares de la competencia. El Juez de Vigilancia queda como mero revisor de la decisión a posteriori en caso de la impugnación de la decisión adoptada con vista del expediente que le llega informado por el mismo Equipo de Técnico de la administración penitenciaria. La consecuencia es clara, la información que le llega al Juez en grado revisorio sobre la decisión adoptada administrativamente es la elaborada por los propios psicólogos, educadores y juristas de la Junta de Tratamiento que ha tomado la decisión.
Es decir y simplemente, la progresión en grado, permisos y beneficios penitenciarios son competencia del ejecutivo, ya sea estatal o autonómico. ¿Y porqué resulta asumida y no se discute públicamente tan flagrante desjudicialización de la ejecución penal? Principalmente por dos razones. La primera es la oportunidad para los partidos de hacer suya la política penitenciaria en función de la coyuntura según les sea más conveniente, como es el caso. Pero la segunda es todavía más importante, y es que la construcción institucional actual de la ejecución penitenciaria pone en solfa el principio básico de todo sistema institucional que se reclame democrático consistente en la atribución a los Juzgados y Tribunales del monopolio de la facultad estatal de juzgar y hacer cumplir lo juzgado que solo nominalmente recoge el artículo 117.3 de la Constitución. Si se abre los ojos a la evidente invasión política de lo que es materia judicial exclusiva, ya nadie podrá decir que el emperador está vestido ni que esta Constitución constituye algo.
En una Democracia, la ejecución de todas las sentencias corresponde a la facultad jurisdiccional, separada en origen de los poderes políticos del estado y la nación. Y las penales no son una excepción sino la principal razón de ser de ese principio. Por tanto la evolución en grado y tratamiento penitenciario en situación de independencia judicial corresponde tan solo al Juez de Vigilancia auxiliado por sus propios peritos, sin perjuicio de los recursos devolutivos a resolver por Tribunales jerárquicamente superiores que sobre su resolución quepan. El bochornoso espectáculo de este verano resulta inmerecido e insultante y nunca habría tenido lugar en condiciones institucionales que garanticen la separación de poderes.