De nuevo a mi amigo Paco Corraliza,
por la inspiración del título y artículo original, ahora remozado.
Si la independencia orgánica y presupuestaria de la justicia son requisitos indispensables para llegar a su independencia y para hacer efectiva la separación de poderes, la mera existencia de un Ministerio de Justicia o Consejerías Autonómicas con dicha competencia transferida, resulta ontológicamente contraria a la democracia. El concepto de Administración de Justicia pasa de significar modo o manera de hacer cumplir el derecho, a definir la organización burocrática dependiente del ejecutivo, destinada al cumplimiento de los fines de quien la organiza, paga y dota presupuestariamente.
La simple existencia de un Ministerio de Justicia es incompatible con la independencia judicial. Si el Ministerio es quien paga y organiza materialmente la judicatura, esta servirá a sus prebostes políticos; y si el Ministro del ramo es nombrado por un presidente del ejecutivo, que a su vez es investido por la asamblea legislativa, cerramos el círculo vicioso de la inseparación de poderes. ¡Uno para todos y todos para uno!
El Estado de autonomías, en el que cada competencia transferida se convierte en mercadeo de pactos inconfesables y es pieza de caza mayor de los sacrificios del consenso, multiplica el problema en proporción al reparto de las distintas áreas que conforman la jurisdicción. Bajo la excusa de una administración más cercana, se duplican los lazos de dependencia. Esa cercanía se convierte así en vigilancia aún más estrecha. No solo se ata a la Justicia, sino que además “se hace en corto” con otro eslabón en la cadena de inseparación.
El Ministerio de Justicia y las consejerías autonómicas con competencia en la materia deben desaparecer como paso necesario para alcanzar la democracia en España. Sus atribuciones deben pasar a un verdadero órgano de gobierno de lo judicial, elegido por todos los operadores jurídicos, dotado de independencia económica, funcional y organizativa, que provea de medios y que determine tanto los destinos como la progresión en el escalafón judicial, sin más interferencia externa que la ley emanada de la Asamblea, el reglamento de desarrollo de tal legislación y la aprobación presupuestaria sobre la previsión de ingresos, así como los gastos de la propia justicia para atender a sus necesidades. Y eso tiene un nombre, el que García-Trevijano le da en su magistral Teoría Pura de la República: Consejo de Justicia.