Pedro M. González

PEDRO M. GONZALEZ

La independencia judicial no se podrá alcanzar nunca si la facultad jurisdiccional se subordina al poder político en la elección de sus órganos de gobierno. Además, esa independencia funcional queda vacía de contenido si no existe una correlativa independencia económica garantizada al margen del decurso político, ni si la investigación penal se encarga a la policía administrativa dirigida por los mismos titulares gubernamentales encargados de la represión delictual y seguridad interior.

La consecuencia es la impunidad de la corrupción política. Y la contención de ese poder estatal a manos de la Justicia sólo quedará legitimado por la identificación de la Sociedad Civil gracias a mecanismos verdaderamente representativos de producción normativa, sustituyendo al arbitrario y desfasado concepto de orden público aún presente en el vigente ordenamiento jurídico.

Así la Ley, por fin manifestación de la voluntad ciudadana,  junto con la elección democrática del órgano de gobierno de los jueces de forma mayoritaria por el amplio cuerpo electoral técnico de todos los operadores jurídicos, no sólo magistrados, canalizaría los intereses contrapuestos que se crean en el ejercicio de esa facultad estatal ordenando su vida diaria, que queda así higiénicamente constreñida al ámbito de actuación que le es propio y ningún otro más, evitando a la vez tanto las perniciosas injerencias políticas, como el juicio social paralelo y preconcebido por muy repugnante que sea el ilícito juzgado. Sin esa sincronía entre la Ley y la representación, el concepto de Estado de Derecho queda reducido a su simple equiparación con el de imperio de la ley positiva, sin importar la forma de producción normativa ni su control constitucional efectivo.

Nada que ver con su enunciación original por Robert Von Mohl en su brillante formulación para conseguir la limitación del estado policía (Rechtstaat). Para darnos cuenta del actual significado raquítico del término, hoy de tan manido uso propagandístico, ha de contrastarse con la definición de Adams de “República de Leyes”. En este último concepto es pieza clave el deber de obediencia a la norma como consecuencia ineludible de su producción a través de verdaderos representantes de la ciudadanía mediante los mecanismos de propuesta y promulgación legislativa. Sólo en la medida en el que intervienen en ese proceso representantes con mandato imperativo de los ciudadanos exclusivamente, la norma alcanza su carácter coercitivo.

Ejemplares estados de derecho, desde la actual y devaluada concepción postmoderna del término, serían la Alemania nazi o la URSS de Stalin, donde la sujeción de la sociedad a la legalidad estatal era de una pulcritud insalvable sin importar, eso sí, ni su contenido ni la forma de su producción.  La conducta torticera del legislador, al escondite de la relevancia de una norma despegada de la sociedad por su propia falta de representación, se materializa en la utilización de “puertas traseras” para producir leyes que obedecen al interés particular de los sectores favorecidos por el poder político de turno, ajeno así cualquier lealtad institucional. Las famosas leyes de acompañamiento a las presupuestarias han sido claro ejemplo de cómo “de rondón” se erige en legalidad la arbitrariedad del poder político sobre materias de enorme trascendencia hurtando a la sociedad civil del imprescindible debate público.

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