ALBERT BOADELLA.

Durante estos últimos años ha desaparecido de nuestra escena todo vestigio de sátira, parodia o comedia que tenga por punto de mira el representar jocosamente aventuras y desventuras del poder real, próximo y contemporáneo.

Sorprende cómo un acto higiénico de esta naturaleza, avalado por una larga tradición en la historia del teatro, se esfume repentinamente de nuestra escena, dedicada hoy esencialmente al humor blanco, los musicales y la metafísica. Nuestro pasado se halla repleto de conflictos entre los comediantes y los distintos poderes del momento, como es obvio, las consecuencias de incomodar reyes, obispos o generales eran de una gravedad incomparable a las que pudieran acontecer hoy en un Estado democrático.

Por ello hay que buscar razones más perversas para justificar la extinción de un género dramático de probada catarsis y arraigo popular. Cabe preguntarse: ¿qué motivos han propiciado tan sospechoso silencio de la farándula?

Si observamos el panorama de nuestra escena parece como si el arte teatral estuviera destinado, ya irremisiblemente, a la pura exhibición museística y arqueológica, esencialmente porque todo acontece fuera de nuestras fronteras o bien unos cuantos siglos atrás.

La gran complejidad burocrática y económica que existe hoy desde la simple formulación de la idea creativa hasta su realización práctica, ha propiciado la intervención proteccionista de los Estados con un nuevo y engañoso modelo de nacionalización cultural. Una fórmula que genera, además, un sinfín de agravios comparativos frente a la iniciativa privada.

Nuestro viejo oficio teatral está agonizando entre asesores, consejerías y departamentos ministeriales. Hemos pasado del piojoso carromato a los lujosos edificios faraónicos, perdiendo en este camino de nuevos ricos signos tan fundamentales como la transgresión ante el poder. Hoy cualquier representación es susceptible de obtener el Premio Nacional de Teatro y esta situación decadente es también responsabilidad de todos los cómicos que nos hemos dejado comprar sibilinamente nuestra libertad. Una libertad que unos pocos han vendido a un precio razonable, pero que mayoritariamente ha provocado una actitud mendicante para obtener, en el mejor de los casos, unos medios precarios, convirtiendo así nuestro oficio en un gremio de plañideras implorando siempre ayuda.

Como consecuencia de ello, se ha venido creando una especie de convención tácita para no incomodar a las instituciones repartidoras de la sopa boba, desapareciendo por esta razón la única fuerza que poseía el comediante ante los poderes: su mordacidad crítica sobre los escenarios y su feroz parodia de los poderosos. No en vano Hamlet le espeta a Polonio: “…Después de vuestra muerte más os valiera un mal epitafio que una mala prédica de comediante mientras viváis.”

En estos tiempos el poder penetra con voracidad en la intimidad de nuestros hogares como un miembro más de la familia que nos reprende, aconseja, amenaza, moraliza y pontifica. Esta presión que sufrimos diariamente hace, todavía, más imprescindible la tradición liberadora del humor, la sátira y el sarcasmo para compensar la prepotencia. No cumplir esta función terapéutica es un delito contra la ecología social imputable al gremio de los cómicos, pero también es aceptar una debilidad que nos muestra indefensos ante el más significante consejero cultural.

Las cuadrillas de canallas, bufones, cómicos y payasos que componían nuestro destartalado oficio quieren ahora convertirse en dóciles funcionarios de la cultura. A cambio de ello quizá alcancen una vieja aspiración: ser enterrados en lugar sagrado, o sea, un vulgar “tocomocho”.

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