JUAN M. BLANCO.
“España entera necesita una revolución en el gobierno radicalmente, rápidamente, brutalmente; tan brutalmente que baste para que los que estén distraídos se enteren, para que nadie pueda ser indiferente y tengan que pelear hasta aquellos mismos que asisten con resolución de permanecer alejados”. No, no fue Francisco Largo Caballero, ni Dolores Ibárruri, quien pronunció esta frase. Ni siquiera Manuel Azaña. La cita corresponde a Antonio Maura, líder del partido conservador, presidente del gobierno a principios del siglo XX, una de las grandes figuras de la Restauración.
Consciente de la gravedad de la crisis de 1898, Maura abogó por una revolución desde arriba, una fuerte iniciativa de las élites políticas para reformar profundamente el sistema, moralizar la vida pública y despertar a amplios segmentos sociales, ajenos e indiferentes a esa política elitista, caciquil, lejana a las preocupaciones de la población. Había que propiciar una movilización de amplios sectores de la ciudadanía fuera del marco del clientelismo, unas gentes movidas por principios e ideas que se integrasen en el proceso político. Descuajar el caciquismo y transformar profundamente un Parlamento al que definió, sin pelos en la lengua, como “asilo de la politiquería, refugio de caciques y mangoneadores, tribuna de charlatanes, tertulia de chismosos, trampolín de vividores, plataforma de mediocridades“. A pesar del siglo transcurrido, los calificativos describen bastante bien los parlamentos actuales, nacionales y autonómicos.
Algunos políticos de la época sabían que el sistema se encontraba muy alejado de las necesidades de la sociedad, que era imprescindible una profunda regeneración que permitiera a España alcanzar el tren de la modernidad. Pero el anquilosado Régimen se mostró incapaz de evolucionar hacia un sistema abierto, objetivo, de libre acceso. Las reformas propuestas por el político mallorquín, y otros, toparon con fuerte resistencia de los grupos de intereses: nunca se llevaron a término. Y los conflictos larvados desembocarían en la dictadura, la república y la guerra civil.
La Restauración “juancarlista”
Demasiadas similitudes, rasgos comunes, comparte el régimen de la Restauración canovista con el régimen de la Transición, o Restauración “juancarlista”. Dos regímenes cerrados, basados en un turno de partidos, fuerte clientelismo, reparto de favores, extensas estructuras caciquiles y una prensa comprada por el poder. Pero existen enormes diferencias en la calidad de sus líderes. Hace un siglo existían dirigentes que, aún alejados del juego limpio y cercanos a la corrupción, poseían cierta altura intelectual. Y una visión de España, de sus problemas, de los cambio necesarios para garantizar el futuro.
Hoy, los perversos mecanismos de selección han generado una clase política insustancial, incapaz de trascender lo inmediato, refractaria al debate de ideas, solo preocupada por su permanencia en el poder, por mezquinos intereses particulares. Unos sujetos que sólo conocen el color del dinero. Las maquinarias partidistas favorecieron a los individuos carentes de escrúpulos, estilo o elegancia, excluyendo a quienes mostraban ideales, visión de futuro. Y la élite transformó la política en un cambalache donde todo era negociable, donde el mantenimiento del puesto justificaba cualquier aberración, la más flagrante arbitrariedad. Ahora los trapicheos reciben el nombre de pactos postelectorales.
Maura no acertó de pleno pero percibió los graves problemas, esos peligros que amenazaban a España. Era consciente, como algunos de sus coetáneos, de la necesidad de cambiar radicalmente el rumbo. Los dirigentes actuales carecen de visión, principios o proyecto de futuro. Se revuelcan el lodo de las conspiraciones partidarias, en la política del gesto, de la imagen sin sustancia. En el siglo transcurrido, la calidad de los dirigentes ha degenerado hasta extremos inconcebibles. La política actual es un potente imán para pícaros, arribistas e indocumentados. Y las formas y estilos de los nuevos partidos no auguran nada bueno.
Cuando Mariano Rajoy llegó al gobierno, muchos albergaban la esperanza de que emprendería urgentemente la reforma política imprescindible en una etapa tan crítica de la historia de España. O, al menos, que se lo plantearía. El Régimen se hallaba en un avanzado estado de descomposición; solo unos cambios profundos y radicales podrían salvarlo. Había que restaurar la separación de poderes, los controles, los órganos independientes, la fiabilidad de las instituciones. Limitar las relaciones personales, el intercambio de favores, fomentar la objetividad la neutralidad de los órganos del Estado, las normas universales e iguales para todos. Aunque Rajoy no se moviera por convicción o principios, lo haría por absoluta necesidad, para garantizar la estabilidad, la supervivencia del Régimen. Y el futuro de la hipertrofiada clase política.
Rajoy: abúlico, indolente y… miope
Pero Mariano dejó pasar el tiempo, se limitó a atender lo inmediato. Desperdició la ocasión que le brindaba la mayoría absoluta y un público golpeado por la crisis, muy receptivo a los cambios. Pensó que el crecimiento económico aplacaría la ira de las gentes, que las aguas volverían a su cauce y los ciudadanos regresarían al redil, devolviendo su confianza a los partidos tradicionales. Incluso alimentó a un movimiento como Podemos para privar de una porción de tarta electoral al PSOE. Seguía anclado mentalmente al desdibujado esquema izquierda-derecha. Y a ese triunfalista y falso relato de la Transición, a la imagen de un Régimen político perfecto, envidia y modelo para otros países, ejemplarizado nada menos que ¡en la figura de Juan Carlos! Quizá Rajoy consideraba que el latrocinio generalizado, la extrema putrefacción, el reparto de prebendas a granel, constituían el cauce normal de la política, su única y exclusiva expresión.
Rajoy no sólo es abúlico e indolente. También miope, falto de esa visión profunda, de largo plazo, que caracteriza a los grandes estadistas. Una carencia extensible a toda la clase política actual y, por lo visto, a la que llega. Aunque los dos regímenes muestren similitudes, los líderes actuales distan mucho de los Silvela, Maura o Canalejas. De esos hombres convencidos de que el verdadero político no podía ser un mero conspirador, un tipo conocedor de todas las argucias, tretas y triquiñuelas para alcanzar el poder y aprovecharse de él. Debía combinar la astucia con un proyecto de futuro, principios y perspectiva de largo plazo. Y permanecer atento a los anhelos y necesidades de los ciudadanos. Eran plenamente conscientes de que, sin ello, sin las adecuadas reformas, el sistema acabaría naufragando, hundiéndose, abriendo el camino a una era de gran inestabilidad. Lo malo es que acertaron.