Una revolución (en su sentido original, astronómico) es que, curiosamente en los tres únicos países con sistema representativo, la gente vote, no contra el sistema (si fuera así no votarían), sino contra lo que la prensa mande, que es otra cosa. A esto los politólogos con nómina lo llaman populismo, pero, en estas circunstancias, el antipopulismo (básicamente, odio al sufragio universal) no es más que esnobismo postfactual, o, como se decía cuando no había internet, franquismo.
En el franquismo se decía “antipolítica” a la política de enfrente, y “populismo” era el “ismo” de quienes estaban hartos de ver mandar a los de las oposiciones a la abogacía del Estado.
Ahora la revolución la traen los hartos de la socialdemocracia (un taburete de tres patas: cultura de izquierdas, política de centro y economía de derechas), y sigue, miren ustedes por dónde, la misma ruta de la rebelión contra el Absolutismo (bastante menos absoluto, por cierto, que el de cualquier jefe de gobierno en los Estados de partidos), Inglaterra, América y Francia, aunque sin ningún Tom Paine que nos lo cuente de primera mano.
Mas ni en Burke ni en Tocqueville, que sufrieron y analizaron semejantes revoluciones, darán ustedes con el más leve propósito de insulto o histrionismo del estilo de nuestra Cultura Meritxell formada en la Santa Transición, cuyos representantes mejor colocados hacen frente al fenómeno con el desparpajo (pero sin la gracia) de Fernando Villalón, el primo poeta de Manuel Halcón que criaba toros de ojos verdes, ante una plaga de langosta que cayó en los campos. Se reunieron los ganaderos en casa de los Miura. Hablaron todos. Villalón, con su sonrisa de soplillo (eso decía de él Juan Ramón Jiménez), trató de excusarse. “Para mí”, dijo finalmente, “esto sólo tiene un remedio”.
Todos se volvieron hacia él, muy intrigados:
–Pues capar los machos.
Nuestros Demócratas de Toda la Vida proponen capar los populistas. O sea, los electores.