La victoria de Donald Trump en las elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos ha abierto al fin la caja de Pandora del periodismo: ¿dónde están la credibilidad y el prestigio de los medios de comunicación actuales?
Contrariamente a lo que se viene afirmando desde hace décadas, el periodismo no está en crisis. Los ciudadanos demandan información siempre. ¿Cuál es, entonces, el problema? Que los medios de comunicación han dejado de informar. En lugar de ello, pretenden ser agentes políticos y hacer creer a sus lectores, oyentes y televidentes que el periodismo consiste en reproducir notas de prensa y en hacerse eco de las declaraciones de unos y de otros.
Bien es cierto que se publican muy buenas informaciones que destapan casos de corrupción, por ejemplo. Pero una vez descubierta una tropelía cualquiera, el foco de los medios dirige su luz a lo que opinan los agentes involucrados en la corrupción de la que se trate y a lo que opinan los agentes que son la némesis de los anteriores. Esto es, exponen los hechos de una corrupción y, a continuación, estos hechos se adornan con cruces de declaraciones previsibles.
La información actual sobre la corrupción no es peligrosa para el statu quo. Todo lo contrario, el poder establecido se nutre y afirma a través de píldoras de corrupción. “Fulanito será castigado con todo el peso de la Ley. Esto prueba que el sistema funciona”. Esta es una declaración que puede salir de la boca de cualquier agente político, con independencia de su adscripción a uno u otro partido. Basta con presentar todos los casos de corrupción como fenómenos aislados para que su descubrimiento sirva para fortalecer la situación política. La exposición de sus causas, por el contrario, no sólo pondría de manifiesto la incapacidad del actual statu quo para combatirla, sino que revelaría que es su motor. Esto es lo que demandan los lectores.
Demandan que se ponga fin a la omisión que ha llevado a esta interminable crisis del periodismo y que se encuentra en algo tan sencillo como es poner en relación los hechos con sus causas. En lugar de ello, en la actualidad se exponen hechos y se especula sobre sus consecuencias. De este modo, los medios hurtan a su audiencia la más preciosa de las informaciones –la que responde a los porqués– y la confunden con vaticinios. El precio de omitir las causas no sólo es la imposibilidad de comprender el acontecimiento, sino que conduce directamente a disparatar sobre las consecuencias de cada hecho.
El periodismo es –debe ser–, hasta cierto punto, la historia del presente. El titular es un ardid gráfico para llamar la atención del lector. Pero la información está hoy, las más de las veces, al servicio del titular y no al contrario. Cuando esto sucede de forma continuada, lo que llega a los lectores es el diálogo de sordos de los agentes políticos y una sucesión de hechos que se exponen de forma inconexa y caótica. El resultado final es lo que se ha venido a llamar infoxicación, un tumulto de informaciones presentadas sin establecer las relaciones que existen entre ellas, sin dejar constancia contrastada de que un hecho llega a suceder porque ha sido impulsado por una serie de hechos que le ha precedido. Dicho de otro modo, los acontecimientos descritos en las informaciones son relatados como hechos aislados o explicados con relaciones meramente superficiales, poco más que surgidos de la nada.
La corrección política juega en este asunto un papel fundamental. Es más peligrosa aún que la ausencia de libertad de expresión. La prohibición de la manifestación pública de los hechos o las ideas que discrepan con el discurso del poder no puede impedir la existencia de estos hechos o ideas, así como tampoco impide la identificación de quién es quien prohíbe. La corrección política, en cambio, abate las conciencias con la terrible impronta del miedo a la libertad de pensamiento sin que se pueda identificar el origen de su imposición. Sin libertad de pensamiento no puede haber libertad de expresión porque sin la primera, la segunda queda reducida a la manifestación de un único pensamiento. La corrección política es el adocenamiento de las inteligencias.
Los medios se han arrogado el papel de decirle a sus lectores qué deben pensar y qué deben decir para ser considerados ciudadanos correctos y aceptables. Entra en juego la aceptación social, el círculo de los que están dentro y los que se quedan fuera. La prensa bien se ha erigido en juzgadora de sus lectores. A lo largo de 2016 ha proferido insultos y provocaciones a los millones que se han posicionado y actuado contra lo postulado por sus “expertos” en los plebiscitos del Brexit y Colombia, así como en las recientes elecciones presidenciales de los EEUU. Los electores de tres naciones ha ejercido su libertad y por ello reciben invectivas de unos medios que presumen de ser abanderados de la libertad mientras los hechos muestran que son sus más resueltos detractores.
A pesar de que estos tres procesos electorales han revelado que la libertad es patrimonio de los ciudadanos y no de los medios de comunicación, la prensa no ha aprendido la lección. Todo seguirá igual. Unos pocos medios se mantendrán leales a su función de informar, pero los grandes no abandonarán voluntariamente el juego del que creen que forman parte tras haberse convencido a sí mismos de que también sus cabeceras son agentes políticos.
La prensa no ha aprendido la lección, mantendrá a “los expertos” en los titulares para decirles a sus lectores qué deben pensar porque “los expertos” saben mejor que ellos qué les conviene. No ha aprendido la lección porque se siente parte del poder tras décadas de connivencia. Se rasga las vestiduras y disparata ante los resultados del Brexit, de Colombia y de los EEUU porque ha dejado de comprender la naturaleza de la libertad a fuerza de haber renunciado a ella.
La pérdida de credibilidad y prestigio de la prensa actual se resume en un único hecho: los medios de comunicación juegan hoy a ser agentes políticos. Y los lectores no perdonan.