House M. D. (House o Dr. House en España) es una serie de televisión estadounidense estrenada en el año 2004 y cuya última entrega tuvo lugar en 2012. Alcanzó un éxito extraordinario y tuvo el mérito de abrir el camino al psicodrama aun manteniendo muchas servidumbres convencionales.
En Dr. House el interés del relato ya no depende tanto de la trama tradicional como de las vivencias interiores de sus protagonistas. Dicho de otra forma, lo importante no es lo que sucede sino la manera en que los personajes interpretan lo que sucede. Es el signo de nuestro tiempo: la realidad no importa, lo que cuenta es la imagen de la realidad.
En efecto, el mundo interior House es el centro de la acción. Todo pasa a través del filtro de un personaje cínico, descreído, sarcástico hasta la extenuación, que aborrece el sentimentalismo. La consigna que repite infatigable a sus colaboradores es “todo el mundo miente”. Y no sólo la aplica a pacientes que casi siempre tienen algo que ocultar, también la hace extensiva a todos los demás, estén enfermos o no. Pone tanto empeño en diagnosticar enfermedades raras como en desenmascarar los secretos, debilidades y contradicciones de quienes le rodean. Desgraciadamente para él, en el pecado llevará la penitencia: una pierna enferma, un dolor insoportable y una peligrosa adicción a la Vicodina (Hidrocodona). Pura metáfora.
Alrededor del Dr. House desfilan todo tipo de personajes alienados. Desde enfermos imaginarios, hasta pacientes terminales que se enfrentarán a la muerte en la más absoluta soledad, sin ningún logro vital que llevarse a la tumba, ni siquiera el cariño o la compañía de algún ser querido. Incluso los médicos de su equipo son un completo repertorio de fracasos emocionales. Ninguno es capaz de mantener una relación; mucho menos formar una familia.
Así, por el extraño servicio de diagnóstico pasan desde brillantes ejecutivas, cuyo éxito se debe a una psicopatía; millonarios con complejo de culpa que creen que su enfermedad es el castigo a su avaricia; pasando por padres desnaturalizados que no reconocen a sus hijos; hijos con secretos terribles; hasta creyentes irreductibles que sin embargo renuncian a su fe ante la perspectiva de la muerte; deportistas de alto rendimiento que han arruinado su salud abusando de los anabolizantes y de las mentiras; incluso asesinos en serie.
En definitiva, Dr. House nos muestra un mundo desestructurado, donde, más que evolucionar, la sociedad parece haber roto completamente con el pasado y ya no es capaz de proporcionar al individuo una red con un significado común. Cada personaje parece navegar a la deriva, abandonado a su suerte.
Todas las situaciones se presentan envueltas en capas de sentimentalismo y, por supuesto, aderezadas por esa terapia en la que el Yo se convierte en el centro del universo. Una trampa terapéutica que el Dr. House combate con denuedo y desmonta definitivamente cuando renuncia a su propio tratamiento psicológico, convencido de que nadie puede sanarle escarbando en su pasado, porque el verdadero enigma está en su futuro y en su nula incapacidad de superación, algo que la ingesta de antidepresivos puede disimular pero no resolver.
Con todo, la cualidad más singular de Dr. House es su descarnada incorreción política. Y se antoja difícilmente trasplantable a las series televisivas que triunfan en la actualidad; al menos no con la misma impertinencia o sin recurrir a algún subterfugio que la amortigüe.
Difícil imaginar hoy en una serie de máxima audiencia la escena en donde la gerente del hospital, Lisa Cuddy, recrimina a House su actitud irrespetuosa hacia el personal supervisor y la proporción alarmante de sus comentarios racistas o sexistas. A lo que él responde: “con esa blusa pareces una prostituta afgana”. O el diálogo entre Foreman, un médico negro, y House, donde el primero le pregunta por qué le mortifica más que de costumbre. Y House contesta: “Ayer eras igual de negro que hoy, así que eso excluye el racismo”.
En muchas series a algunos personajes se les adjudican actitudes políticamente incorrectas con ánimo moralizante, es decir, para censurar, directa o indirectamente, determinados comportamientos. En Dr. House, sin embargo, no sucede así: lo que se critica es la corrección política, y esa disposición cada vez más acusada a escandalizarnos. Y es que nos hemos vuelto tan frágiles que parecemos tallados en cristal de Bohemia.
Advertí en Twitter la imposibilidad de emitir hoy una serie como esa, lo cual algunos interpretaron al pie de la letra y replicaron que se sigue emitiendo. Y me consta que es así, pero en canales de nicho o plataformas a la carta como Netflix. 10 años no son suficientes para enterrar a una legión de seguidores y el negocio es el negocio… hasta que los inquisidores quieran.
Sin embargo, es muy difícil que un médico irreverente, obsceno, putero, aficionado a los ‘monster trucks’ y a todo lo que haga ruido y contamine, que aparca en su plaza de minusválido una Honda Fireblade, sea el alma máter de una serie de nueva factura. Quizá, transcurridos otros 10 años, resulte por completo imposible. Después de todo, Pippi Långstrump, que, según dicen, hizo milagros por la igualdad entre sexos, va a ser censurada por estirarse los ojos con los dedos imitando a un chino y por tener un padre al que llama “rey negro” (el nombre “es hiriente y, por tanto, no podemos mantenerlo en los libros de Pippi”, ha afirmado Karin Nyman, la hija de la escritora Astrid Lindgren, al diario sueco Dagens Nyheter). Y si esto sucede con una heroína de la igualdad, ¿qué no sucederá con un tipo como House?
En su día, el tráiler promocional presentaba al Dr. House como “el antihéroe más complejo de nuestro tiempo”. Una década después es más bien un hereje. Y seguramente, si se rehiciera la serie, además de una depuración a conciencia, la secuencia final, donde Gregory House y su inseparable amigo James Wilson se alejan a lomos de sendas motocicletas ‘custom’, sería diferente. Desaparecerían pedaleando por el carril bici de una ciudad pacificada.