El actual proceso independentista en Cataluña es una consecuencia directa de la degradación progresiva del Estado de partidos o partidocracia española. Ello explica dos eventos conexos como la inacción criminal del actual gobierno, y las constantes peticiones de diálogo de diversas instancias como partidos del régimen cual Podemos o poderes fácticos como la Iglesia Católica.
La inexistencia de una verdadera democracia en España, caracterizada por la separación de poderes, es decir, la separación de nación y estado, según la cual aquélla legisla y éste ejecuta, queda demostrada en los partidos anclados en el estado, que viven por y para ellos, fomentando la estadolatría y el sentimiento de desnacionalización en la sociedad civil, a la que se priva, por el sistema electoral proporcional de listas abiertas o cerradas, de la representación política de diputados uninominales de distrito con mandato imperativo e independencia de los intereses bastardos de los partidos estatalistas. Así, pudo escucharse hace poco al presidente de la Generalidad catalana que Cataluña iba, por fin, a tener un estado. Enfrente, el gobierno del estado español no quiere aplicar ninguna medida coercitiva, ni judicial ni ejecutiva, aunque hace años que podía haberlo hecho si tuviera alguna conciencia nacional, y, en consecuencia, patriótica; estaría, en cambio, dispuesto a dar caudales ingentes del dinero que roba impunemente a los ciudadanos (los mismos que contemplan angustiados e impotentes la tormenta en el famoso cuadro de Richard Oelze) a los estatalistas catalanes, o a concederles todas las competencias propias de un estadito a su medida, siempre que se mantuviera la apariencia de una unidad nacional mínima de la antaño llamada España.
Por otra parte, las demandas de diálogo responden a la nostalgia del consenso, es decir, del acuerdo de las oligarquías político-económicas para repartirse poder, privilegios y prebendas a costa de los súbditos del régimen y de la nación que constituyen independientemente de su voluntad.
Sólo la voluntad de disenso puede, en fin, sostener la libertad de pensamiento que permita la defensa desprejuiciada de la existencia de la nación española, incompatible, como ya se ha visto, con la de la Monarquía de partidos, que la sangra y la niega, dispuesta incluso a trocearla para satisfacer la ambición de poder de su miserable clase política.