Manuel Garcia Viñó

MANUEL GARCÍA VIÑÓ.

En los años 50/60 y parte de los 70 los escritores de novelas hablaban de valores éticos y estéticos, eran unos activistas al estilo de los que postulaba Raymond Abellio en Les yeux d’Ezechiel son ouverts, que se proponían cambiar el mundo, de compromiso y de mensaje. Y, ya ven, el inefable Muñoz Molina, ejemplo de novelista para nuestros críticos, multipremiado y académico –entrar en la Academia es otro de los grandes anhelos de los estultos– ha dicho, creyendo utilizar un ingenio que en realidad es inexistente— que el que quiera lanzar un mensaje que ponga un telegrama, no sé si queriendo anular expresamente lo dicho por André Gide, Jean-Paul Sastre, Albert Camus, Arthur Koestler, Georges Orwell, Maurice Nadeau, Merleau Ponty, François Mauriac, Gabriel Marcel, Gaetan Picon etc.

 

(¡Cuantos nombres franceses en todas las listas que ofrezco. Los franceses son los amos de las revoluciones. Políticas, artísticas o literarias)

 

Quienes hayan alcanzado a conocer las dos épocas pueden comparar lo que era el escritor de entonces, francotirador, rebelde, independiente, comprometido, outsider, periférico, literato por encima de todo, con estos lechuguinos, oficinistas, peseteros, premiados, académicos, que reciben consignas de su agente y de su editor y pasan más tiempo en cócteles que en el cuarto de trabajo.

 

Los fieras in péctore pertenecíamos al primer grupo y, cuando volvimos de nuestro viaje iniciático y nos encontramos con un panorama y unos personajes tan diferentes a los que conocíamos y habíamos tratado, nos pareció habernos equivocado de planeta. Habíamos dejado la crítica literaria en manos de Antonio Valencia, Manuel Cerezales, Domingo Pérez Minik, Horno Liria, Angel Marsá, Juan Ramón Masoliver, Fernando Gutiérrez, hombres preparados, honrados, independientes, que se ocupaban de libros de todas las editoriales. Habían sido sustituidos por los García Posada, Conte, Belmonte, Pozuelo Yvancos, Sanz Villanueva, Ignacio Echevarría, Ángel Basanta, José Carlos Mainer, Darío Villanueva, Juan Ángel Juristo, Ernesto Ayala Dip, Jordi Gracia, García Jambrina, Goñi, etc., menos preparados en general y cuya mayor aspiración era quedar bien con los autores y los editores. Trabajaban para unos suplementos literarios que no eran más que soportes para la publicidad y ésta, los anuncios bien pagados, determinaba, mediante los pies editoriales de los libros, con cuáles no había que meterse, que eran todos aquéllos de los que se ocupaban.

 

En cuanto a los “novelistas”, unos cuantos nombres nos asaltaron aureolados por una corona de epítetos deslumbrantes y deslumbradores. Nombres nuevos para nosotros, como los de Mendoza, Marías, Muñoz Molina, Almudena Grandes (Pérez Reverte más adelante), Rosa Montero, Maruja Torres, Lucía Etxeberría, Espido Freire, ‘Alvaro Pombo, Mateo Díez, Antonio Gala, Juan Manuel de Prada, Rosa Regás, a los que leímos sin prejuicios para encontrarnos con un panorama desolador. Todo cuanto la novela había avanzado intelectual y formalmente, estos lo ignoraban o lo habían tirado a la escombrera con la aprobación de los críticos, bastantes de los cuales era profesores universitarios. Pérez Reverte, el más vendido, pretendía resucitar sin gracia el añejo entreguismo del XIX con un lenguaje desangelado. Almudena Grandes hacía lo propio con la novela rosa teñida de verde, adornándola de unos “atrevimientos” sonrojantes. Muñoz Molina tocaba temas que él creía interesantes, expresándose en cada libro mediante un “estilo” diferente. Todos, practicando un realismo costumbrista para unas historias que, seguramente, pescaban en las crónicas de sucesos, cuando no abrevaban en sus poco interesantes, sus vulgares vidas. Y –caso aparte— Javier Marías, el más ensalzado, al más jaleado, el peor sin la menos duda, pero valorado por los críticos y los profesores en unos términos que aquí no se han empleado ni para Cervantes ni para Vélez de Guevara ni para Leopoldo Alas, ni para Galdós, ni para Baroja ni para Valle Inclán… Digamos la perogrullada de que un novelista, aparte de manejar los valores estéticos y técnicos, las ideas, los sentimientos y las psicologías, la primera cualidad que debe tener es saber escribir. Pues bien, Javier Marías, como hemos demostrado sobradamente, no sabe escribir. (Véase el prólogo a mi libro La gran estafa: Alfaguara, Planeta y la novela basura).

 

Aparte el retroceso hacia el costumbrismo y la carencia de ideas, todos estos “novelistas” se preocupan únicamente del argumento –ni siquiera de la trama–, un argumento que pueda interesar y entretener al pedestre lectorado para el que escriben. Lo ignoran todo de la composición, elemento primordial de la novela, del espacio, del tiempo, alusiones, elusiones, extrañamiento, fluir de la conciencia, monólogo interior, extrañamiento, etc. Desde la perspectiva que esta abrumadora ignorancia supone, resultan cómicas sus declaraciones en entrevistas y conferencias. Y que una recién nacida histórica como Espido Freire se dedique a dar “lecciones de novela” en talleres que ella misma se monta. Que otras, como Almudena Grandes, se compare a sí misma con Jane Austen. Y que otro, como Eduardo Mendoza, gesticule un ridículo discurso para “demostrar” que Franz Kafka, uno de los más grandes innovadores de la gran novela del siglo XX, ni siquiera era escritor. Todo ante la pasiva complacencia de los críticos y los profesores de literatura, y para jolgorio de un periodismo cultural analfabeto y manejado. Es digno de contemplarse el arrobo con que estos zánganos miran a ese globo hinchado que es Javier Marías porque, iletrados y desinformados ellos, se fían de lo que les han dicho los mandarines.

 

Son los críticos y los profesores los culpables de que el mundo de la novela española se haya convertido en un estercolero. Porque los editores, manejando sólo la publicidad, no habrían podido dotar de aparente seriedad lo que no es más que un carnaval de pueblo. Sus comentarios, en los que introducen frases lapidarias que puedan ser empleadas en la propaganda, están más preocupados por complacer al editor. Personalmente, estoy convencido de que el día que Pozuelo Yvancos ponga mal una novela se le saldrá una hernia.

 

El fin es convertir a todos los del santoral en best sellers. Mediante lo dicho y mediante el marketing, la publicidad directa e indirecta, la colaboración del Ministerio de Cultura y el analfabetismo de los periodistas y los políticos.

 

Creo que no hay estamento español que no se haya maculado de corrupción ni de pringue pseudoliteraria e inmoral. Por eso, de vez en cuando, se producen acontecimientos que desbordan el ámbito que he dibujado y eclipsan lo peor de lo que en ese ámbito puede contemplarse. Juan Luis Cebrián Académico y Rosa Regás directora de la Biblioteca Nacional serán para siempre capítulos de luto en la crónica negra de una época bastarda y emporcada como ninguna.

 

M. García Viñó

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