Oímos una y otra vez la Mentira Fundamental del Reino: «la Constitución de 1978 funda la democracia».
En mi primer artículo vimos por qué esta afirmación es fundamental, vital y constante en el Reino para su supervivencia.
En mi segundo artículo vimos qué corrientes arrastran a la mayoría de los gobernados a creer que es imposible alcanzar la verdad y cómo la clase política aprovecha la sofística y el relativismo para mantenerse en el poder.
En este artículo definiré la verdad. Porque si no sabemos definir la verdad, ¿cómo vamos a saber que la Mentira Fundamental del Reino es mentira?
La verdad es el conocimiento de la realidad.
Primero, porque la realidad existe. Como el idealismo (negar que exista una realidad externa al sujeto pensante) es una contradicción irresoluble1, no me queda otra opción que ser realista.
Si concluyo que existe la realidad fuera de mi mente, debo asumir necesariamente que hay una relación entre mi mente y la realidad que no es mi mente. Y que parte de esta realidad, al mismo tiempo, constituye mi mente2.
Segundo, porque, si hemos aceptado las anteriores proposiciones, el conocimiento es una actividad que se da en la parcela de la realidad que hemos llamado mental y que se relaciona mediante reglas de conformidad con la no-mental; así, el conocimiento no es, ni puede ser, la realidad «en sí». Porque es imposible discernir y decir que hay tal o cual cosa sin una actividad mental que lo exprese.
No hace falta que nos vayamos con Kant a las fronteras de la razón para admitir la evidencia de que la realidad que percibimos es una construcción de la mente (categorizada por la misma mente) y aquello que hay «fuera» (el nóumeno), es incognoscible. Esto es así porque si admitimos que hay diferencia entre la realidad pensante y la no-pensante, la una piensa y la otra es pensada. Por tanto, si el conocimiento sólo se da en el pensamiento, es contradictorio admitir la posibilidad de que se produzca conocimiento alguno en la realidad no-pensante o pensada3.
La tercera razón que fundamenta la definición de la verdad como sinónimo del conocimiento que el ser humano tiene sobre la realidad que percibe, estriba en el hecho de que el pensamiento es más perfecto —en el sentido de alcanzar una mayor ventaja evolutiva—, conforme mayor coherencia guarda con la realidad percibida. En gnoseología (concretamente, en las teorías de correspondencia empírica que sustancian el método científico, que ya fueron preconizadas hace más de dos mil años en la Academia de Atenas), el conocimiento es aquella facultad mental que interpreta más fielmente la realidad y los objetos que percibimos en ella: esto es, aquella actividad mental que con mayor rigor establece las relaciones causa-efecto entre las cosas que los humanos perciben (cuando sus órganos perceptivos y cognoscitivos están sanos).
El conocimiento es entonces la más precisa capacidad de la mente para categorizar y analizar las cualidades de la realidad estudiada; para deducir principios fundamentales en las cosas que percibimos; y, en determinados casos, para establecer predicciones exactas.
Donde no hay conocimiento, no puede haber verdad. Allí donde reina la ignorancia, reina la mentira.
En el Reino de la mentira estas cuestiones esenciales no se enseñan en los colegios ni institutos. La inmensa mayoría de la población de España no sabe definir la verdad. No sabe lo que es (o cree que no existe) porque al Estado le interesa que el pueblo sea sumamente ignorante y dócil.
Ya sabemos que un conocimiento es más verdadero cuanto más se corresponde con la realidad percibida. Esto nos conduce a la inmediata pregunta: ¿cómo sabemos que un conocimiento es preciso con la realidad percibida, y por lo tanto, verdadero?
La cuestión se ha resuelto acudiendo a criterios objetivos: a unas normas establecidas durante siglos y que nos permiten, como seres humanos, diferenciar lo verdadero de lo falso.
Los criterios son reglas objetivas. No porque estén fuera del sujeto (ya hemos admitido que todo conocimiento parte de una mente subjetiva), sino porque no dependen de los deseos ni de las caprichosas imaginaciones del sujeto pensante o de un grupo reducido de ellos, sino de una extensa construcción social que trasciende a los individuos (lo que se llama tradición: la transmisión —la traditio—, del conocimiento a lo largo de siglos de aventura humana, junto al material genético susceptible de entender tales conocimientos)4.
Los criterios no han sido inventados de la noche a la mañana por el capricho de nadie (al igual que un ojo o un cerebro), sino que se han ido consolidando por la larga y lenta obra del colectivo humano a través de la Historia: por el inter-sujeto histórico, o mente colectiva, si se me permite la metáfora para referirme a la totalidad de mentes que han existido por ahora.
Los criterios objetivos cambian en la medida en que cambie nuestra anatomía. Las reglas que usa nuestra especie para conocer la verdad de las cosas no han variado desde el Pleistoceno medio. Son llamados criterios universales porque son normas de verificación profundamente arraigadas en nuestro sistema nervioso —presentes en absolutamente todas las épocas y todas las culturas con humanos que hayan tenido sistema nervioso, o sea, en todos—, y con un origen pre-humano, animal.
Reseñaré los criterios de la verdad humana ordenándolos del más perfecto al menos fiable.
El criterio más ancestral y perfecto son los sentidos. La mayoría de las veces basta con percibir directamente con nuestros sentidos para conocer la verdad del hecho percibido. Es lo que el método científico denomina observación. Como los órganos sensitivos son similares en todos los humanos de todas las épocas (por ahora), este criterio se fundamenta en unos universales cognoscitivos5 que echan por tierra las —ya de por sí contradictorias—, sofisterías del relativismo y sus estultas máximas del estilo «cada uno tiene su verdad».
El siguiente criterio, en orden cronológico, es la razón humana. No sólo es esencial para trascender las percepciones directas y verificar la coherencia y la posibilidad de otros hechos, sino que hay disciplinas puramente racionales —la matemática, la geometría o la metafísica—, donde la razón por sí misma alcanza la verdad necesaria, incondicional y universal sin mediación de los sentidos. Por eso ya desde tiempos de la filosofía clásica, se distinguieron entre las «verdades de razón» y las «verdades de hecho»6.
En materias donde los sentidos se quedan cortos no es posible conocer el hecho de forma inmediata, sino de forma mediata. Esto es, mediante lo que se conoce como prueba. La prueba como criterio validador del conocimiento es tan antigua como el hombre (recordemos las delirantes ordalías que incluso hoy mantienen ciertos pueblos). Pero dada la naturaleza imperfecta de este criterio (recordemos que es un «medio» de los dos criterios más antiguos y perfectos), en el método científico se hace necesaria la con-probación, es decir, la prueba con-junta: si varias pruebas apuntan a la certeza del hecho, éste se toma como verdadero.
Existe otro criterio, que denomino moral o social, y consiste en colacionar el conocimiento probado que se «tiene por verdadero» en la comunidad científica o en los eruditos o notables de determinada cultura y campo del saber humano. Este criterio, evidentemente, es el menos fiable (es un argumentum ad verecundiam en lógica), tiende a ser dogmático y varía en contenido entre las culturas del planeta; es una construcción social que deriva del modo de vivir (de morar en un sitio, moris), de los paradigmas científicos (de los que hablaré en mi próximo artículo) y de las relaciones de producción de cada lugar.
Así, la observación, la razón, la prueba y la moral son criterios que fundamentan la verdad del conocimiento; su precisa correspondencia con la realidad percibida en la mente humana.
Si alguien afirma algo basándose en observación directa, en una lógica impecable, en pruebas que así lo corroboran, y sobre los hombros de los gigantes del pensamiento en la materia de que se trate, esa persona tiene criterio, y su afirmación deja de ser su mera opinión.
Esa persona tiene conocimiento: dice la verdad.
Si nos vamos al campo de las humanidades, y de la política en particular, una tarea tan rigurosa requeriría una vida entera dedicada al estudio sobre la materia para tener un criterio científico y moral en esta rama del conocimiento. Tener un criterio político a ese nivel requiere conocer en profundidad la Historia y a los grandes pensadores políticos y corrientes filosóficas; ser un experto jurista y conocedor del Derecho; y ser alguien que, además, haya experimentado directamente y con sus propios ojos la mecánica en las altas esferas del poder: que haya verificado empíricamente cómo se comporta el poder político por vivencia propia (con la adquisición de conocimiento inexpresable que ello comporta).
Como puedes imaginar, lector, yo no reúno ni por asomo esas cualidades y tal nivel de experiencia. Pero en España tenemos la inmensa fortuna de contar con alguien así. Acaba de cumplir noventa años de edad y se llama Antonio García-Trevijano Forte.
Es muy probable que no sepas quién es este señor, porque, de no ser por Internet (¡donde todavía no nos controlan del todo!), seguiría silenciado; condenado al destierro y al olvido.
Gracía-Trevijano es de los pocos en España —y en Europa—, que se atreven a decir la verdad en la política: esto es, sin caer en ningún tipo de ideología, ni opinión, ni deseo: sosteniéndose en los hechos observados y probados, y en los criterios contrastados de los gigantes de la historia del pensamiento, así como en sus experiencias vividas en persona con los mismísimos artífices del Régimen en el que vivimos hoy.
En los años setenta del siglo pasado, Gracía-Trevijano lideró la transición hacia la ruptura con el franquismo y la fundación de un sistema político donde el pueblo (el conjunto de los gobernados) tuviese el poder; pero fue traicionado por la incipiente clase política del nuevo Régimen partidocrático para que eso no sucediese. A pesar de que Gracía-Trevijano fue el enemigo número uno de la dictadura franquista, y el fundador de la Platajunta durante la transición (donde alcanzó una notable relevancia en su momento), la cegadora luz de su obra fue desterrada al ostracismo por la clase dominante y los que aspiraban a instalarse en ella.
Hay una cierta tendencia histórica que se repite en épocas tan distintas como en tiempos de los Graco o en el Directorio a finales de la Revolución Francesa: los que llegan al poder con aparentes intenciones de entregarlo al pueblo (al conjunto de los gobernados), al final se quedan arriba y se lo reparten entre sí.
No sorprende, pues, que García-Trevijano fuese traicionado en la Transición. Su proyecto de ruptura democrática fue silenciado por aquellos que luego dijeron entregar la «democracia» a España. El aparato del poder franquista (que no ha desaparecido) y sus aliados oligárquicos se ocuparon durante cuarenta años de abonar el mito mediante propaganda: diciendo que el Régimen de partidos —del que somos siervos y nos conduce a la ruina económica y moral— es una «democracia» (y el mejor de los mundos posibles).
Pero García-Trevijano no se rindió: él solo, y contra todos, siguió combatiendo por su cuenta durante cuarenta años. Y hoy, gracias a Internet, su mensaje cada vez llega a más gente.
Quédate conmigo, amigo lector, y practicaremos juntos la prueba definitiva en mi siguiente artículo. Veremos juntos, con los criterios de la ciencia (observación directa, comprobaciones y doctrina científica), que España no es una democracia.
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1 Si el idealista afirma que todo lo que conocemos es engendrado por la mente, y que la mente sólo puede conocer lo que ella misma ha engendrado, admite que conoce la mente. Pues bien, sin entrar en las dudas que suscita la idea de que la mente está engendrando un mundo que parece persistente y distinto al que ella misma es capaz de imaginar, la premisa del idealismo se hace insostenible si presupone la existencia de una mente pensadora que no fue engendrada por el pensamiento. Y si para salvarse de la contradicción el idealista admitiese que la mente se causa a sí misma, estaría basando su filosofía en un problema circular: el pensamiento es engendrado por el pensamiento.
2 Como ya dedujo el astrónomo Carl Sagan, en términos materialistas, el Universo se conoce a sí mismo. Aunque probablemente copiara esa reflexión a Spencer en Los primeros principios (1862), o incluso a Bergson —el gran místico y filósofo de la ciencia—, en su magnífica obra La evolución creadora (1907).
3 En aquella parte de la realidad (que es Una) donde no hay ningún cerebro, no puede haber conocimiento, ni por tanto, verdad. Si asumimos que no hay espíritus omniscientes que son mente sin cuerpo (acto puro o entelequia), ni entidades cibernéticas conscientes, ni habitantes de otra dimensión, ni existen razas alienígenas con un conocimiento superior al nuestro, la verdad es exclusivamente humana. Si la realidad es lo no-humano y lo misterioso, la verdad es todo lo contrario. Tal y como la conocemos, la verdad es una noción humana (o animal si se quiere), y sólo puede ser producida por una mente biológica. Me atrevo a barruntar que incluso asumiendo la existencia de las meritadas inteligencias no-humanas, habría que redefinir el concepto; inventar una palabra para designar la «verdad» a la que llegan esos seres divinos, seres sin cuerpo, o criaturas superiores, y ceñir el concepto «verdad» a la inteligencia animal; del mismo modo que, de descubrirse la existencia de los referidos seres, la palabra «animal» se quedaría corta para categorizarlos.
4 El ya citado Spencer conjugó la doctrina kantiana con el evolucionismo de una manera brillante: lo que es a priori para el individuo, es a posteriori para la especie.
5 Imaginemos que, delante de tus ojos, un sujeto atraviesa a otro con una lanza. ¿Ha sido verdad que se ha producido el hecho? ¿Podrías negarlo? ¿Serías capaz de sostener que es relativo que se haya producido? Si ese mismo hecho lo presenciara un olmeca hace tres mil años, o una esclava tracia del siglo III a. C., o un filibustero malayo del siglo XIX, ¿coincidirían todos en que un sujeto ha herido a otro? Evidentemente que sí: es un hecho objetivo y es imposible negarlo. Incluso en el supuesto de una herida mortal que no hubiera sido presenciada por nadie, ¿acaso no es verdad que se produjo el hecho? Así que, amigo lector, la próxima vez que un sofista te diga que “la verdad no existe” o que “cada uno tiene su verdad”, repara en las similitudes anatómicas (ojos, oídos, olfato, piel, cerebro) de todos los colectivos humanos de todas las épocas. Porque, «si nos pinchan, ¿acaso no sangramos?»
6 En el pensamiento de la Antigüedad, la moda (el modo imperante) era sostener que la causa de la realidad empírica que se presenta ante nuestros ojos (verdades de hecho, contingentes) es la realidad metafísica (verdades de razón, necesarias, fuera del alcance de los sentidos salvo del intelecto). Así, el conocimiento de lo perfecto y lo necesario era valorado como superior al imperfecto conocimiento de lo contingente (que era tenido como aparente, irreal). A pesar de ser cierto que todo cuanto percibimos es una apariencia y no la realidad en sí, el por naturaleza incompleto conocimiento de lo contingente (me refiero a las ciencias que se justifican con el método científico, y en consecuencia, se sujetan a una constante revisión de sí mismas) se considera hoy superior al necesario; la moda —el juicio de valor en nuestro tiempo—, es lo opuesto: las verdades de la razón son tenidas como meras especulaciones e imaginaciones lingüísticas, y las verdades de hecho, probables o contingentes, son su causa. Pero el misticismo no ha perdido la lid y desvía las estocadas cientificistas (la rama se empeña en carcomer el tronco) con un simple aguijón ontológico: hay algo. Si me preguntan a mí, prefiero admirar la belleza del árbol.