MANUEL BLANCO CHIVITE.
Si durante el franquismo, incluidas sus últimas etapas, todos los anti-franquistas, pese a los contactos de algunos con Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, se declaraban republicanos y en lucha por la república, algunos contactos de tanteo, que constituyeron una premonición de lo que pasaría tras la muerte de Franco, daban ya que pensar. Todos republicanos, sí, ¿pero?
Sectores más o menos despegados de la dictadura sirvieron de puente. Areilza, Ruiz Jiménez, la familia Garrigues (representantes de los intereses de los Rockefeller en España), algún sector eclesiástico y hasta Fraga Iribarne de una u otra forma establecieron contactos, directos o indirectos, ya sea con el PCE o con unos u otros sectores socialistas, cuando no con ambos. Se especuló con la opción del citado Juan, padre del ya príncipe y heredero oficial de Franco, Juan Carlos de Borbón. Pero las presuntas garantías democráticas del padre las cumpliría pronto el hijo que contaba, además, con la aceptación del conjunto franquista (aparte pequeñas tensiones más debidas al factor humano que a intereses de clase diferenciados).
La derecha siempre fue monárquica, pero la izquierda de la transición fue la base principal de la monarquía juancarlista Y así llegamos, tras la muerte del tirano, a la llamada Transición: todos quieren cambiar y todos tienen prisa por cambiar; sobre todo, curiosamente, aquellos que desean que todo siga igual. Ganar la guerra era la clave para ganar la transición. Los ganadores del 39 seguían, lógicamente, teniendo firmemente la sartén por el mango, pero no cabía duda de que tenían problemas de todo tipo y todos graves (económicos, institucionales, de aceptación internacional), lo que les imbuía muchas, muchas prisas por resolverlos o, al menos, reencauzarlos en y a través de instituciones más o menos democráticas.
No se podía, como se llegó con el PSOE de González, reestructurar todo el tejido industrial español con sus consecuencias de tres millones de parados en condiciones de dictadura; no se podía regalar billones de pesetas a la banca para su modernización, en condiciones de dictadura; no se podía pedir congelación salarial y aumentos acelerados de productividad (Pactos de la Moncloa) en condiciones de dictadura; ni tampoco desestructurar el mercado laboral facilitando los despidos en masa y un largo etcétera, todo lo cual exigía dar algo a cambio: las libertades de reunión, asociación y organización, por lo menos, y, en principio, en determinados partidos de confianza (PSOE y PCE). Además, la derecha franquista no podría nunca llevar a cabo esas tareas así como el encuadramiento de España en la OTAN sin que peligrase la estabilidad general del sistema, hostigado por las organizaciones revolucionarias a la izquierda del PCE nacidas en los años sesenta, por no hablar de las nuevas generaciones de independentistas vascos, catalanes o gallegos que venían pugnando, en algunos casos con un apoyo popular masivo.